CUANDO EL ESPÍRITU TOCA LA CARNE
¡Agua! ¡Luz! ¡Vida! Estas son las palabras que van marcando e inspirando nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua. Hoy nos corresponde la palabra ¡Vida! Es paradójico que cuando ya nos acercamos a celebrar la Semana Santa, también semana trágica de la condenación y muerte de Jesús, el tema que Jesús nos propone sea precisamente éste: “Yo soy la Vida”. Sí, hablamos de la vida cuando nos circunda tanta, tanta muerte. ¿Qué virus maléfico lleva a la humanidad a ser tan cruel, tan vengativa, tan violenta?Se hace necesaria una gran Misión: el envío de los Misioneros y Misioneras de la Vida… a todas las naciones.
¡Os infundiré mi Espíritu y viviréis, pueblo mío!
¡Sepulcros! ¡Tierra! Con estas dos palabras define el profeta Ezequiel la situación presente y futura del pueblo de Dios. Para el profeta su pueblo es un cementerio: ¡morada de muertos y sepultados! Muerto por corrupción, desesperación, falta de futuro. Su tumba es un valle de huesos secos. El espectáculo es aterrador, porque allí están quienes habían sido elegidos para ser “pueblo de Dios”.
Ante tal espectáculo Dios está en duelo y repite -según el profeta- este lamento: “¡pueblo mío! ¡pueblo mío! Dios se compromete a abrir él mismo los sepulcros, hacer salir de los sepulcros, a infundir espíritu y dar vida. Y además se conjura: “Yo soy el Señor, ¡lo digo y lo hago!
La pasión amorosa de Dios por su pueblo es impresionante. Deja libre la libertad… hasta que no puede más. Cuando la libertad es empleada para la autodestrucción, Dios reivindica su poder paterno y materno y da vida a lo que está muerto.
¡La muerte ya no hiere a sus amigos!
Si Dios es así, si nuestro Padre-Madre es así, ¿qué nos podrá separar del amor de Dios? ¿La muerte? Esto se manifiesta en el relato de la resurrección de Lázaro.
Lázaro, Marta, María, eran hermanos, porque eran discípulos de Jesús y así se llamaban unos a otros. Marta y María quedaron absolutamente desoladas. Jesús amaba a Marta. A Lázaro lo llamó “nuestro amigo”.
Jesús no les ahorró el dolor de la muerte, ni el duelo. Llegó cuatro días después. Marta salió a su encuentro y se lamentó. Y al escuchar a Jesús hizo ante Él su gran confesión de fe: ¡Eres el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo! Y, ante la declaración de Jesús “Yo soy la resurrección y la vida” Marta responde: ¡Lo creo! Y lo que parecía imposible, se hizo realidad. También Lázaro escuchó la voz del Hijo del Hombre y resucitó. Volvió la paz, la alegría, la esperanza a casa de “los hermanos”, de “los amigos”. Y es… ¡que la muerte, ya no hiere a sus amigos!
Cuando el Espíritu envuelve la carne…
Pablo nos habla en la segunda lectura de ¡carne! y ¡espíritu! Somos seres “carnales”, pero también “espirituales”. Quien se deja conducir por el Espíritu se abre a un horizonte infinito, descubre secretas potencialidades, se siente hija o hijo de Dios. San Pablo nos dice que el Espíritu de Dios -con mayúscula- se une nuestro “espíritu” -con minúscula-. Nos dice que el Espíritu de Jesús ha sido enviado y se derrama en nuestros corazones. Y ese Espíritu de Dios nos dará vida, resucitará nuestra carne y la marcará con una misteriosa impronta de vida. Por eso confesamos: “¡Creo en la resurrección de la carne!”. Decía Nietzsche que “en el verdadero amor, el alma envuelve al cuerpo”. Nosotros decimos: “en el verdadero amor, el Espíritu envuelve nuestra carne”.
José Cristo Rey García Paredes, CMF