Había en un mercado un puesto agenciado por ángeles, donde todo se ofrecía gratuitamente. Muchos se acercaban para obtener algo valioso, pero salían con las manos vacías. Un observador tuvo curiosidad y se acercó. ¿Qué desea usted? le preguntó con exquisita amabilidad el ángel del mostrador. Aquel hombre extrajo de su bolsillo una pequeña lista de cosas esenciales que necesitaba: una casa, un trabajo bien remunerado, un buen automóvil, salud … El ángel del mostrador le respondió con mucha amabilidad: ¡Aquí no vendemos resultados… solo semillas!
¡Este es el mensaje de la liturgia de este domingo, que dividiré en tres partes:
Lluvia y nieve
Gemidos y parto
Semilla y cosecha
Lluvia y nieve: el optimismo del profeta
La Palabra de Dios es más eficaz en boca de un profeta, que en boca de un sacerdote o de un líder político. El profeta Isaías era humilde. Se sentía “hombre de labios impuros en medio de un pueblo pecador”. Dios lo escogió para que su pueblo saliera de la depresión. E Isaías habló al pueblo de lluvia y de nieve. Ambas eran una buena noticia contra la sequía, contra la infecundidad de la tierra. Isaías decía que la Palabra de Dios era lluvia y nieve. Pero cuando se recibe la Palabra hay que ponerse a trabajar: sembrar, atender a la tierra, esperar que germine, recoger los frutos, distribuirlos. El Creador crea creadores.
No nos acostumbremos a la sequedad espiritual, fuente de infecundidad. La Palabra de Dios es nuestra lluvia y nieve… a su tiempo producirá sus frutos misteriosos e inesperados con nuestra colaboración.
Gemidos y parto
También san Pablo vio la realidad desde la perspectiva de la semilla. En el seno de la creación hay mucha vida que puja por nacer; el sufrimiento de la humanidad no es de muerte: son dolores de parto. La creación está expectante hasta la plena manifestación de los hijos de Dios. Alguien quiso destruir este germen, pero nunca lo conseguirá, porque “los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá”.
Semilla y cosecha
¡Qué bella es la imagen de Jesús, “el sembrador”! Él no vino a desactivarnos, a cargar con nuestras cargas, a facilitarnos una descansada vida. Él vino para “sembrar” y para invitarnos a ser trabajar en su campo. Jesús lo expresó de otra forma con la parábola de la semilla.
El cristiano recibe constantemente la semilla de Dios. Jesús sueña que nuestra tierra sea buena para que la semilla produzca incluso el 100 por 100. ¡Qué pena ser tierra infructuosa!
Conclusión
Cuando deseamos que todo se nos de hecho, no estamos en la onda de Jesús. Seamos cultivadores de semillas. No perdamos el tiempo, porque perderemos ocasiones de gracia. Y tengamos la convicción que todo lo que le pidamos a nuestro Dios, nos lo concederá… pero ¡siempre, semillas, lluvia, fecundidad!
No son muchas las personas que pueden decir: ¡estoy en paz con todo el mundo! No hay paz en las familias. Tampoco en las comunidades por muy religiosas que parezcan. Tampoco entre las naciones. Hay demasiado armamentismo, excesivos enfrentamientos políticos, se utilizan palabras de desprecio y odio, que son a veces peores que los dardos o las pistolas… porque hieren en el alma. ¿Habrá solución?
La liturgia de este domingo nos invita a reflexionar sobre ello en tres momentos:
El sueño de Zacarías
El sueño se hizo realidad: Jesús, manso y humilde.
El Espíritu viene en nuestra ayuda
El sueño de Zacarías
Zacarías fue un joven profeta que cuando todavía no había llegado a los 20 años vislumbró algo que se haría realidad seis siglos después: la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén. Invitó a la hija de Sión a alegrarse, a cantar, a mirar a su Rey. Seis siglos antes le fue dado contemplarlo: era un rey humilde, justo y victorioso, montado en un pollino -cría de asna-. Y su objetivo era acabar con la violencia, con la guerra, con las armas de muerte. Y no solo eso: su acción desbordaría los límites de Israel y anunciaría la paz a todas las naciones: desde el gran Río hasta el Confín de la tierra.
El sueño se hizo realidad: Jesús, manso y humilde
El evangelista san Mateo nos presenta hoy a Jesús, el rey soñado por el profeta Zacarías, en oración: “Te doy gracias, Abbá, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. La gente sencilla es la portadora de la revelación de los misterios de Dios.
Y también el evangelista san Mateo nos presenta a Jesús haciendo una gran convocatoria: “¡Venid a mí! ¡Y convoca a los cansados, a los agobiados… pero no para cansarlos y agobiarlos más! Sino para llevar un yugo llevadero, una carga ligera. Jesús nunca nos impondría las cargas que nos imponen quienes no dirigen: impuestos, controles, subida de precios…
Jesús nos promete que, siguiéndolo a Él, “encontraremos el descanso”
El Espíritu viene en nuestra ayuda
Hay en nosotros, los cristianos, un “huésped” que nos habita y del cual a veces no somos conscientes. Nos lo recuerda hoy san Pablo en su carta a los Romanos: “El Espíritu de Dios habita en vosotros”. Y este Espíritu es el mismo que habitaba en Jesús. ¿Nos creemos de verdad que somos templo y casa del Espíritu Santo? ¿Que el Espíritu Santo es el “dulce huésped del alma”?
Las promesas de Jesús -paz, tranquilidad, sosiego, descarga, fin de la violencia, superación del mal- se cumplirán porque su Espíritu sigue en nosotros y de verdad que actúa en nosotros.
Conclusión
Probablemente muchos considerarían al profeta Zacarías como un iluso. Probablemente muchos pensarán que también Jesús era un iluso al prometer lo que prometía. La verdad es que la historia está en manos de Dios y por tanto, la historia del mundo no será un fracaso. Quienes quieran dominar la tierra y la humanidad acabarán mal. Bienaventurados los pacíficos, los mansos y humildes de corazón -como nuestro Rey- porque “poseerán la tierra”.
Y concluyamos con unas palabras del salmo 144: “El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer y endereza a los que ya se doblan”. Que así sea.
Un carnet de identidad certifica quiénes somos y a quien pertenecemos. La liturgia de este domingo nos habla de nuestra identidad de cristianos y católicos. Esta identidad se resume en dos palabras: bautizados y discípulos. Evoquemos esta maravilla en tres momentos:
El bautismo… mucho más que un rito
La larga trayectoria de nuestro discipulado
Las enseñanzas del Maestro
El bautismo… mucho más que un rito
En la segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los romanos, el apóstol compara el bautismo a una muerte. El bautismo se celebraba entonces “por inmersión”: y cuando uno se sumerge en el agua no puede respirar y si esa inmersión fuera permanente… uno moriría por ahogo. Ese primer momento del bautismo era símbolo de estar sepultados con Cristo y participar en su muerte y morir al pecado para siempre. El segundo momento consistía en emerger del agua, respirar de nuevo, experimentar una nueva vida, que consiste en vivir para Dios.
La mayoría de nosotros tal vez fuimos bautizados de niños. Aquel rito fue el mejor regalo que nuestros padres y la Iglesia nos pudieron conceder. Demos gracias por nuestro bautismo. Fue algo mucho más que un rito. Fue la garantía de que la muerte no tendría ya señorío sobre nosotros, pues vivimos para Dios.
La larga trayectoria de nuestro discipulado
Por el bautismo fuimos constituidos discípulos/as de Jesús.
Ya desde pequeños fuimos acogidos en la “Escuela del Señor”: recordemos nuestra participación en la catequesis de nuestra parroquia, las clases de religión en nuestras escuelas o colegios, la preparación para la primera comunión y después para la confirmación. Y ya, cuando éramos mayores, nuestra preparación para el matrimonio o nuestra participación en las Conferencias cuaresmales, en la Liturgia de la Palabra de cada Eucaristía…, o el discipulado para el ministerio ordenado o el sacerdocio…
En la Iglesia todos somos discípulos: desde niños hasta ancianos. Es la Escuela de los discípulos y discípulas de Jesús.
Las enseñanzas del Maestro
Hoy en el Evangelio Jesús nos recuerda alguna de sus enseñanzas más importantes que hemos de aprender y nunca olvidar:
hay que amar: a los padres y los padres a sus hijos, pero ¡todavía mucho más a Jesús! ¡No anteponer nada a Cristo!, decía san Benito.
Hay que cuidar la vida, pero quien pierda la vida por Jesús, nunca la perderá.
Jesús se identifica tanto con su discípulo o discípula que quien nos haga un favor se lo está haciendo a Él, quien nos dé un vaso de agua, se lo está dando a él y no dejarán de recibir su recompensa.
San Pablo se sintió tan identificado con el Maestro que decía: “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí”.
Por tanto, si somos bautizados y discípulos, Jesús está siempre con nosotros.
Conclusión
Hubo una mujer muy importante y rica en Sunem. Y lo reconoció como profeta y “hombre de Dios” con el beneplácito de su esposo, siempre que pasaba por la ciudad, lo acogía con extraordinaria hospitalidad. Aquella mujer que era estéril fue bendecida por acoger al profeta.
Estemos convencidos de que allí donde actuemos como bautizados y discípulos y seamos acogidos, Dios derramará su bendición sobre aquellas personas… porque nunca vamos solos, con nosotros está el Señor Jesús.
Hay personas que dan miedo y otras que viven atenazadas por el miedo. Esto pasa en la sociedad… esto pasa también en las comunidades cristianas. La consigna de Jesús a sus discípulos era, sin embargo: “¡No temáis! ¡No tengáis miedo!”.
Hoy recibimos en la Liturgia un triple mensaje:
Quien cree, supera el miedo
El poder de Jesús supera el pecado de Adán
Por lo tanto… ¡no tengáis miedo!
Quien cree, supera el miedo
La primera lectura nos evoca la figura de un profeta valiente y sin miedo: Jeremías. Comenzó su ministerio profético siendo muy joven: su objeción a Dios era: “soy como un niño que no sabe hablar”. Superó su timidez a través de una inmensa seducción por Dios. Al principio, nadie le hacía caso; escuchaba el cuchicheo y el desprecio de la gente; después se vio acosado y condenado por las autoridades; hasta sus amigos lo acechaban para abatirlo y vengarse de él.
La vocación de Jeremías sirve de modelo a tantos jóvenes que sienten las llamadas de Dios y se ven acosados por muchos frentes: familia, amigos, sociedad. Dios no quiere que se dejen llevar por el miedo. Y si responden, les concede una energía interior capaz de superar cualquier dificultad.
Jeremías nunca se dejó doblegar. Le expulsaron del Templo, le expatriaron… pero siguió firme, porque Dios estaba con él. Lo mismo hacen hoy quienes seducidos por Dios pierden el miedo.
El poder de Jesús supera el pecado de Adán
En la segunda lectura san Pablo nos invita a ser realistas, pero al mismo tiempo, muy esperanzados.
Solemos ser demasiado pesimistas respecto al poder del mal. Es innegable que el misterioso pecado de los orígenes ha infectado a muchos, individuos y sociedades. Y con el pecado ha venido la muerte, que ha pasado a todos, porque “todos pecamos”. Desde Adán todos estamos infectados.
La situación cambió radicalmente cuando llegó Jesús ¡mucho más poderoso que Adán! Jesús es el antídoto contra esa infección universal. Jesús curaba a todos y se autoproclamaba así: ¡Yo soy la Vida! Por eso, donde abunda el pecado, sobreabunda la Gracia.
Jesús refundó la humanidad. Ya la humanidad está salvada, aunque todavía no lo veamos. El antivirus contra el mal está ya funcionando y de verdad que lo elimina perfectamente.
Por lo tanto… ¡no tengáis miedo!
Para tener la valentía del profeta Jeremías, Jesús nos aconseja en el evangelio de hoy: 1) ¡No les tengáis miedo! : a quienes matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Dios Padre está con nosotros y aun lo que parece malo acabará siendo bueno y excelente. 2) ¡Fuera el ocultismo… todo a las claras! “no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse”. Un auténtico discípulo de Jesús no tiene nada que ocultar. 3) ¡Si das la cara por Mí, yo la daré por ti! Es una especie de pacto del Señor con su evangelizador. Lo que haga el Evangelizador por Jesús, lo hará Jesús por su Evangelizador.
Conclusión
El antídoto contra el miedo es la fe. Quien tiene fe, se siente libre, no teme a nada ni a nadie: el Señor es mi Pastor… aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo. Tu vara y tu callado me defienden. Quien tiene fe sabe que está protegido por el Espíritu de Dios, el Paráclito. “Creí y por eso hablé”, decía san Pablo. ¡No tengáis miedo… es el gran lema de la Pascua y de la Misión.
En este domingo, salgamos de la rutina y preguntémonos: ¿Qué es lo que me impulsa a ser cristiano? ¿Por qué pertenezco a la Iglesia de Jesús? La liturgia de este domingo nos responde así: ¡Dios ha tenido la iniciativa! ¡Nos ha rescatado y nos ha concedido la dignidad de “aliados suyos· y “¡no, porque seamos los mejores…”
Dividiré la homilía de este domingo en tres partes:
1. Dios nos declara su amor
2. La prueba de que Dios nos ama
3. Jesús, “el compasivo”
Dios nos declara su amor
La primera lectura del libro del Éxodo nos ha hablado de la declaración de amor de Dios hacia el pequeño pueblo de Israel, esclavizado por los faraones en Egipto. Dios fijó en él sus ojos, escuchó sus lamentos y de una manera portentosa lo liberó… sin armas ni batalla: “os he llevado sobre alas de águila”. ¡Qué bella expresión!
También nosotros formamos parte del Pueblo de la Alianza: el día de nuestro bautismo fuimos ungidos con el óleo santo mientras el presbítero declaraba: “Dios todopoderoso…te consagre con el crisma de la salvación para que entréis a formar parte de su pueblo y seas para siempre miembro de Cristo, sacerdote, profeta y rey”. Por eso, hermano, hermana, reconoce tu dignidad de sacerdote, profeta y rey. En la Iglesia no eres un cualquiera… Para Dios eres más importante de lo que te imaginas.
La prueba de que Dios nos ama
Ya en el desierto, Dios le hizo a su pueblo una declaración de amor: “si escucháis mi voz y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”. La única condición: escuchar su Palabra y vivir siempre en Alianza fiel con Él.
San Pablo, en la segunda lectura, con mucho realismo nos dice, que cuando nosotros éramos pecadores, y no lo merecíamos, Cristo murió por nosotros. Y lo hizo porque Dios nos ama, a pesar de todo. Dios es fiel a su Alianza: y ésta no depende de que me porte bien o mal, sino que es un lazo permanente que mantiene a Dios comprometido conmigo para siempre.
Jesús, el compasivo
Un rasgo de Jesús -según el evangelio de san Mateo que acabamos de proclamar- era su compasión: ante la gente “extenuada, abandonada, decepcionada de sus dirigentes (¡ovejas sin pastor!) Jesús sentía conmoción en sus entrañas. Por eso, se acercaba a los necesitados de ayuda y los curaba y atendía. Más todavía: deseo prolongar visiblemente su compasión y eligió a los Doce Apóstoles, para que hicieran lo mismo que él: curar expulsar demonios, resucitar… A ellos y sus sucesores Jesús les prometió: ¡Haréis las obras que yo hago… y aun mayores! Pero añadió una cláusula importantísima: Lo habéis recibido gratis, ¡dadlo gratis!
Conclusión
Cuando la Iglesia es fiel a la Alianza de Dios con ella, es la comunidad del anillo. No ocultemos ese misterio anillo que se nos concedió en el Bautismo. Sintámonos profetas, sacerdotes y reyes, enviados de Jesús al mundo para extender por doquier la compasión. Lo que Dios ha hecho por nosotros, hagámoslo nosotros por los demás.
¡PASMO ANTE EL MISTERIO EUCARÍSTICO! EL “CORPUS CHRISTI”
Lo más importante en este día del “Corpus Christi” no son los esplendores ceremoniosos: vestiduras, custodias, procesiones, cantos, inciensos, autoridades, rituales… Lo más importante en este día es el Cuerpo y la Sangre que buscan conmovernos, hacernos entrar en un pasmo de amor. A quien esto experimente, le sobrará todo lo demás.
Jesús no fue un frío maestro, que desde fuera nos quiso enseñar su doctrina. Jesús se acerca a nosotros. Nos habla. Nos lava los pies. Nos toca para curarnos. Nos entrega su mismo Cuerpo y Sangre. La frialdad ante Jesús, es frialdad a la enésima potencia. Cualquier gesto acostumbrado ante Jesús es ofensivo. Ya lo dijo Él: es como echar las perlas a los cerdos.
¡No solo de pan! o el arte de vivir
El autor del Deuteronomio no tiene la menor dificultad en atribuir a Dios todos los sufrimientos que padecieron los Israelitas durante su camino de 40 años por el desierto. Dios era el causante del hambre, de la sed, de las amenazas a la vida.
Pero ¿con qué objetivo? “Para que aprenda que no solo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios”. Dios Padre quiere enseñar a sus hijos el arte de vivir, cómo vivir en Alianza, cómo dignificar la vida. Vivir en diálogo con Dios es la forma más sublime de vida humana. Por eso, dice el libro de los Proverbios 3,11-12:
“No desdeñes, hijo mío, la instrucción de Yahweh, no te dé fastidio su reprensión, porque Yahweh reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido”.
Pero, el Padre Dios no deja a su pueblo morirse de hambre y de sed. Por eso, hace surgir agua en la roca y les da pan del cielo o maná. Todo es gracia de Dios: la palabra, el agua, el pan.
Esta lectura nos hace evocar a Jesús. El fue llevado también por el Espíritu de Dios al desierto, para ser probado como “hijo querido”. Jesús fue un auténtico hijo y escuchó la voz de Dios y no quiso procurarse el pan por su propia cuenta. Vivió pendiente de la Palabra de Dios.
Nuestro hermano mayor, Jesús, nos dio una excelente lección, que podría resumirse en:
¡No veas en el sufrimiento y en las dificultades un castigo, sino una pedagogía necesaria que el Abbá y el Espíritu utilizan contigo!
¡No quieras solucionarte en este tiempo tus problemas! ¡Deja que venga del cielo el agua, el pan y la palabra! ¡Espera a que Dios se pronuncie!
Después de una corta tribulación, uno aprende a vivir de otra manera…
¡Increíble Comunión!
Pensar que es posible entrar en comunión con Cristo, con Jesús resucitado y glorificado, puede parecer ciencia-ficción. Algunas personas se lo creen tan de pié juntillas, que ni se extrañan, ni se estremecen.
Pero Pablo tuvo que interpelar a los Corintios. Supongo que en sus palabras y en su rostro se desvelaba su amor apasionado al Señor, su experiencia continuada de la Presencia.
“Comunión con la sangre de Cristo”: esa sangre que se le derramó -¡hasta la última gota!- en el Calvario, era “sangre derramada por nosotros”. Aquella sangre no se quedó en el Calvario, ni en la tierra del monte Gólgota. Aquella sangre resucita misteriosa y se hace bebida para el Camino. Beber el cáliz es entrar en comunión con el Jesús que se da totalmente, sin reservas… hasta la última gota.
“Comunión con el Cuerpo de Cristo”: el cuerpo de nuestro Señor fue siempre lugar de encuentro, fuente de energía que todo lo curaba, misterioso punto de partida de todas sus palabras. El cuerpo de Jesús -desde el talón de los pies hasta la coronilla de la cabeza- era un Cuerpo que conservaba las memorias más sublimes del ser humano y las memorias más sublimes de Dios. No hay ni puede haber “tesoro” como ese Cuerpo. Parece increíble que podamos entrar en comunión con ese Cuerpo, ya en su plenitud, en toda su luminosidad y expresividad…. invadido de vida eterna. Ese cuerpo se nos da en el pan eucarístico.
¿Puede haber momento más feliz, más extático, que el momento de la comunión? ¡No busquemos enseguida consecuencias morales o moralizantes! Dejemos por una vez, el “qué tenemos que hacer”, y disfrutemos de esta admirable Comunión.
Identificación eucarística con el ¡Hijo de hombre…!
Cuando Jesús se define como “hijo del hombre” nos está dando una clave para entender sus palabras. Jesús sabía que el título apocalíptico “hijo del hombre” le pertenecía. En ese título se hablaba de un Mesías del todo especial. ¡No una Mesías davídico solo para Israel, sino un Mesías mundial, para todas las naciones! ¡No un Mesías capaz de abatir a todos los imperios de injusticia con el poderío de sus ejércitos o su espada, sino un Mesías “humano”, muy humano, no violento, humilde! Jesús, en lugar de decir, “yo”, o “mi”, hablaba del “hijo del hombre”.
Bastaría recordar todas las expresiones evangélicas en que Jesús se denomina así, para descubrir la imagen de un Mesías servidor, pobre, entregado, enamorado de la humanidad y en especial de los más pobres, víctima de la violencia y contradicho por las autoridades civiles y religiosas.
Por eso, seguir al Hijo del hombre no era fácil. Daba miedo. No conducía a escalar altos puestos, sino a situarse en “los últimos”. Por eso, cuando Jesús invita a comer la carne del Hijo del hombre y a beber su sangre, si queremos recibir su influjo mesiánico y tener vida, recibe excusas e incluso hay gente que se escandaliza. Comer la carne del Hijo del hombre no es -y perdóneseme la expresión “tragar”-, se trata de un proceso lento de asimilación. Beber la sangre no quiere decir, tomarla de un trago, sino ir bebiéndosela gota a gota, hasta apurar el cáliz, para identificarse con la oblación y entrega del Hijo del hombre.
Jesús sabe que todo su ser tiene vocación de Cuerpo y de Cuerpo que incorpora. Cualquiera de nosotros puede incorporarse a Jesús, si cree en Él y lo desea. Sólo haciéndonos con-corpóreos y con-sanguíneos, tendremos vida en nosotros, vida abundante. ¿Nos damos cuenta de la grandeza de la Comunión?
“Ella comprendió entonces que Dios no es uno que se aburre, sino tres que se aman. Comprendió el misterio del amante, el amado y el amor” (Antonio Gala, Las afueras de Dios,. p. 269).
Es hoy la fiesta de nuestro Dios. No tenemos un dios solitario, ni soltero. No tenemos un dios múltiple, como los dioses del Olimpo. Nuestro Dios es Padre-Hijo-Espíritu, es Trinidad. Pero Trinidad en-amor, o Trinidad En-amorada. Por eso es Trinidad Una. – Descubrir este Misterio es para nosotros la clave del cristianismo, porque hemos sido creados “a imagen y semejanza de Dios”.
Dividiré esta homilía en tres partes:
Tanto amó Dios Abbá al mundo…
Alegraos, la Trinidad os bendice
El Señor, esté con vosotros
“Tanto amó Dios Abbá al mundo”
El evangelio que acabamos de proclamar pone en los labios de Jesús la más inaudita noticia que un ser humano puede escuchar: Que Dios es Amor, que ¡tanto amó Dios Padre a su creación, a nuestro planeta tierra, a la humanidad, que nos envió a su Hijo amado, al Hijo eterno de sus entrañas! Y quiso que naciera de “mujer”… en todo como nosotros, menos en el pecado.
Y esta es nuestra primera convicción de fe: ¡Dios es Amor! ¡Dios es Luz, sin tiniebla alguna! Dios es la Belleza infinita. Dios es alegre. Y ese Dios es amor, sonrisa y belleza seductora.
¡Alegraos! ¡Animaos! ¡La Trinidad os bendice!
En la segunda lectura san Pablo nos exhorta a vivir todos unidos, a llenar de alegría nuestra vida, a conseguir relaciones de paz y colaboración. Y todo ello, por una sola razón que repetimos ritualmente en muchas eucaristías:
La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.
Gracia, Amor y Comunión son los otros nombres de la Trinidad, cuando ella se refleja en nosotros. Jesús es regalo, gracia de Dios. Abbá es Amor primordial y primero. El Espíritu es Comunión, unidad de los diferentes.
La presencia trinitaria llena a la comunidad de alegría, ánimo, paz, reconciliación. La comunidad tiene en la Santa Trinidad su fuente y su modelo.
“¡Mi Señor vaya con nosotros!”
La revelación del Dios Trinidad, Amor, Gracia y Comunión ya se vislumbraba desde el principio, Dios se comprometió con el ser humano, con su creatura, cuando la creó a su imagen y semejanza. El Creador no puede olvidarse de la hechura de sus manos y, menos todavía, de su obra maestra.
La primera lectura, tomada del libro del Éxodo nos describe a nuestro Dios como “compasivo y misericordioso”, que está siempre a nuestro lado en nuestro caminar por la historia, sea ésta personal o colectiva. Y por eso, se pregunta el autor sagrado: ¿qué pueblo de la tierra tiene un Dios como nuestro Dios? ¿un Dios tan cercano, tan preocupado por los seres humanos, tan interesado por sus creaturas?
Nuestro Dios es Aquel que siempre nos tiene presentes, como la persona enamorada tiene siempre presente a aquella que ama. Hasta se dice que nuestro Dios no es indiferente ante nuestra respuesta: si no le respondemos se pone “celoso”… porque está apasionado por nosotros. Dios quiere ser nuestro “único”. “No adoréis a nadie” cantamos con frecuencia.
El Misterio de la Trinidad nos hace superar tanto el monoteísmo, como el politeísmo. Nuestro Dios es Trinidad: Padre-Hijo y el Espíritu de los dos. Y así lo confesamos tantas veces con sublime admiración:
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, al Dios que es, que era y que viene.
Sigue centrada la liturgia en el gran discurso inaugural de Jesús, que el Evangelio de Mateo nos transmite. Una vez más aparece Jesús, no como un revisionista, como un revolucionario que acaba con las grandes tradiciones del Pueblo. Jesús aparece como aquel que viene a dar plenitud. Jesús no viene a destruir. No es como esos políticos catastrofistas que sólo condenan lo que hicieron los anteriores a él. Jesús reconoce la obra de Dios antes de llegar él, pero también quiere hacer su gran aportación al proceso. Hoy nos habla de otros mandamientos de la Alianza a los cuales quiere dar plenitud: 1. el “ojo por ojo y diente por diente”, 2. el “amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”; 3. … Como el Abbá.
“Ojo por ojo y diente por diente”
Puede parecernos ésta la ley de la venganza. Sin embargo, es la ley de la justicia ecuánime. La venganza está en el exceso. Los vengativos y violentos se exceden en sus reacciones: “¿me has robado un coche? ¡Pues yo le robaré el suyo, le quemaré el garaje y la casa!”. Contra excesos semejantes iba la ley del talión: ojo por ojo.
Jesús ofrece la alternativa de la no-violencia activa. “¡No hagáis frente al que os agravia!” . Jesús nos pide que encajemos los golpes. Que no empleemos las armas del otro, que son armas de violencia. Jesús nos pide que obedezcamos a quien nos obliga y nos trata como esclavos (“a quien te requiera para caminar una milla”). Jesús nos dice que atendamos a quien nos pide.
Pero no acaba todo aquí. Jesús no quiere que seamos unos resignados o unos cobardes ante el mal. Él nos propone utilizar unas armas, que nada tienen que ver con la violencia, pero sí con la dignidad, la denuncia y el respeto:
Si uno te abofetea en la mejilla derecha… No añade Jesús: “¡aguántate! Jesús dice: ¡actúa! ¡reacciona! ¡Preséntale la otra!
Si uno te pone pleito para quitarte la capa… No añade Jesús: ”¡dásela!”, sino: ¡déjate de pasividades! ¡reacciona!, “¡dale también el manto!”.
A quien te obligue a caminar una milla… No añade Jesús:¡obedécele!, sino ¡reacciona!, ¡acompáñale dos!
A quien te pide prestado… No añade Jesús: ¡rehúyelo!, sino ¡reacciona! ¡dale!
En resumen, Jesús nos pide que no hagamos frente al mal con sus mismas armas. Pero sí que utilicemos el arma de la denuncia respetuosa: “si he hecho el mal, dime en qué; pero si no, ¿porqué me hieres?”. Jesús nos pide mantener la dignidad y libertad incluso cuando nos esclavizan: ¡me obligas a una milla…. Pues yo haré dos! ¿Me robas la capa? ¡Ahí tienes también el manto. Hemos aprendido en este último tiempo el significado político de la no-violencia activa. Gandhi nos introdujo en una praxis que podía avergonzar al mundo de sus violencias. Pero ya Jesús nos introdujo en esa praxis, a la cual la Iglesia debe darle continuidad permanente.
¿Amar al cercano, odiar al extraño?
Todas las naciones se defienden de los extraños, de los extranjeros. Por eso, hay pasaportes, visados, vigilancia fronteriza. En “el otro” ven espontáneamente un peligro. El pueblo de Israel tenía también sus normas nacionalistas. Los de la propia raza y pueblo han de relacionarse como hermanos entre sí; por lo tanto, amarse y protegerse mutuamente. En cambio, con relación a los extranjeros o extraños que tener muchas precauciones: en primer lugar, por su religión y el peligro de ser contaminados de idolatría (¡por eso, nada de matrimonios con ellos!) y, en segundo lugar, porque son enemigos, o virtuales (posibilidad de hacer la guerra), o reales (porque de hecho la hacen).
¡Como el Abbá!
Jesús, sin embargo, quiere que sus discípulos y discípulas se sitúen en otra órbita: “amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen”. Ellos no son enemigos, son hijos del Abbá y, por tanto, hermanos. Jesús sabe que “el extraño” no lo es, cuando es contemplado con los ojos de Dios, que hace salir su sol sobre todos sus hijos e hijas.
Más todavía, Jesús quiere que no se niegue el saludo a nadie. Y que los considerados enemigos, sean objeto de la gracia del saludo, de la hospitalidad. En eso consiste la Gracia. En tener la iniciativa en el amor y demostrar de esa manera que nadie nos es extraño.
Cuando Jesús nos pide ser perfectos como el Abbá es perfecto, no nos está exigiendo ningún imposible. Es cierto que nunca, nunca podremos ser como Dios, pero sí, podemos aprender de nuestro Dios el ser compasivos y misericordiosos. Quien entra en el ámbito de la Alianza con su Dios, participa de la condición santa de Dios. Quien es misericordioso es “santo como Dios es santo”. En el amor nos jugamos el ser “como Dios”, porque “Dios es Amor”.
Conforme pasan los años nos preguntamos: pero ¿en qué consiste realmente el pecado? Escuchamos a unos y a otros y la confusión se apodera de nosotros. ¿Es desobedecer a una ley o a unas leyes? ¿qué hacer cuando no podemos liberarnos de aquello que parece prohibido?
Por eso, ¡benditas las palabras de Jesús que hoy nos transmite el Evangelio de Mateo! Jesús se confronta con las leyes, con los estilos de vida, con la ética de su tiempo y … ofrece alternativas. Lo veremos en los siguientes pasos: 1. Dar plenitud. 2. No matar, no cometer adulterio, no jurar.
1. Dar plenitud
Jesús nos dice, en primer lugar, que no ha venido a abolir la ley, ni los profetas, sino a dar plenitud.
Todos los mandamientos de Dios -atribuidos a la mediación de Moisés- tenían un solo objetivo: cuidar y preservar la Alianza de todo el pueblo con Dios.
Cada uno de los diez mandamientos no tenía otro objetivo que favorecer una vida en Alianza: es decir, que el Pueblo viva siempre unido a Dios, que sea cada vez más Pueblo “de Dios”. Y esa unión debería ser amorosa, como la unión esponsal: un amor cada vez más apasionado y fecundo.
Cada uno de los Salmos, cada mensaje de los Profetas, muestran cuán apasionado es el amor de Dios hacia su Pueblo y cuán grande debería ser la fidelidad del Pueblo a Dios.
Por eso, Jesús -como hoy nos dice en el Evangelio- no vino a abolir la Ley, ni la Profecía. ¡Vino a darle plenitud! Así lo proclama la carta a los Hebreos: “de muchas maneras ha hablado Dios a nuestros padres a través de los profetas; últimamente nos ha hablado a través del Hijo”.
Jesús no vino para abolir la ley, sino para llevarla a su plenitud. Para ello nos puso tres ejemplos: no matar, no cometer adulterio, no jurar.
2. No matar, no cometer adulterio, no jurar
No matar. Jesús muestra que un asesinato es el final de un proceso de separación, de ruptura de la alianza entre hermanos. El asesinato se inicia con unas quejas, continúa con la denuncia y pleito ante el juez, y puede culminar, en asesinato. La solución que Jesús ofrece es zanjar cuanto antes el asunto, no denunciar, incluso reconciliarse antes de poner una ofrenda sobre el altar:
Los habitantes de Galilea tenían que recorrer muchos kilómetros para llegar al templo de Jerusalén y presentar su ofrenda. El mandato de Jesús lo complica todo: para un galileo no se trataba de cruzar una calle, sino de otro viaje de ida y vuelta desde Jerusalén a Galilea y en medio la reconciliación. Solo después la ofrenda será agradable a los ojos de Dios. No cometer adulterio: El adulterio, ruptura de la Alianza entre el esposo y la esposa simboliza otra ruptura muy grave: la ruptura de la Alianza del pueblo con su Dios. La ruptura es el resultado de un camino que comienza con “otra mirada”, deseos… se inicia en el corazón. Jesús pide vigilancia para que por lo poco no se llegue a lo mucho. La relación esponsal debe ser cuidada exquisitamente. Esto quiere Dios de su Pueblo con quien está en Alianza. No jurar: “No jurarás” dijo Dios en la ley de Moisés. Y Jesús añade: “no juréis en absoluto: ni por el cielo, ni por la tierra, ni por Jerusalén, ni por tu cabeza”. Todo está lleno de la Gloria de Dios. Jurar por algo, es jurar por el mismo Dios. En esos juramentos actúa el Maligno. A quien se fía de Dios, quien está en íntima comunión con Él, sólo le basta decir “sí” o “no”.
3. ¿Qué es pecar?
Uno no vive “en gracia de Dios” por cumplir leyes, normas. Podemos obedecer aparentemente una ley, pero estar después muy lejos de aquello que la ley pretende. El mal comienza a engendrarse cuando se acaban las motivaciones de la Alianza en el corazón; cuando uno olvida que el objetivo de las normas es una unión muy estrecha con Dios, es algo así como un proyecto de amor a Él y a su voluntad por el mundo. Es vivir siempre en su presencia, bajo sus ojos. Es el deseo apasionado de cumplir su voluntad. ¡Dichoso el que camina en la voluntad del Señor! (Sal 118).
Hay quienes no son ateos oficiales, pero lo son en su corazón, porque honran a Dios con sus labios, pero su corazón está muy lejos de Él.
Es un imperativo de Jesús a nosotros, sus discípulos y discípulas: ¡que brille nuestra luz! Jesús no quiere que formemos un grupo clandestino, cerrado en sí mismo, endogámico y preocupado por cuestiones internas. Nos lanza, más bien, a la publicidad, a la sociedad, al mundo.
Sabe que dentro de nosotros brilla la luz y que esa luz no puede quedar oculta. Es necesaria a nuestro mundo. Sabe que hay en nosotros un potencial inmenso que puede impedir la corrupción del mundo: ¡la sal! Y quiere que nos diluyamos en la sociedad para dar sabor y para impedir la corrupción.
Cuando Jesús nos habla en estos términos, no nos está pidiendo que nos convirtamos en un grupo fundamentalista, orgulloso y autosuficiente. Eso se descubre inmediatamente cuando nos preguntamos: ¿a qué luz se refiere Jesús? ¿a qué tipo de sal?
¿Cuándo desprendemos luz?
En conexión con los profetas, Jesús nos dice que desprendemos luz cuando somos compasivos, cuando el amor se apodera de nuestras relaciones, cuando todo lo que somos se convierte en compasión, en amor solidario, en amistad, en pasión por la humanidad.
El establecimiento de relaciones justas, la compasión samaritana, el olvido de sí para ayudare al que lo necesita, la implicación generosa en la construcción de la comunidad… todo eso nos hace luminosos.
Las “buenas obras” nos asemejan al Creador que todo lo hizo bien y bello. Las “obras bellas” son aquellas que nacen del amor verdadero hacia todos. El Jesús que pasó por la tierra haciendo el bien, era la Luz del mundo. Sus discípulas y discípulos, cuando pasamos haciendo el bien y la belleza, somos Luz del Mundo.
¿Quiénes son verdaderas lumbreras?
Pablo nos pide que no nos confundamos. Muchas veces hemos llamado “lumbreras” de nuestro mundo, o de la Iglesia, a quienes disponen de la sabiduría humana. Pablo renunció a ser lumbrera de ese modo. Renunció totalmente a la sabiduría humana. Se abrazó a la sabiduría de la cruz: esa sabiduría es humilde, estremecida, callada; ¡ilumina sin pretenderlo!
Podemos caer en la fácil tentación de “exhibir” nuestras buenas obras, de autodefendernos ante la sociedad y expetarle en la cara que nosotros, la Iglesia, somos mucho mejores que ellos: ¡que a caridad y solidaridad, nadie nos gana! Pero ese no era el estilo de Jesús. Cuando él nos pedía ser luz del mundo, no nos quería exhibicionistas, ni jactanciosos. La verdadera compasión no necesita autodefensas. Tras cualquier viernes santo… vendrá después la pascua victoriosa de la resurrección. No hay que hacer nada. Simplemente morir en las manos de Dios, y el Abbá proveerá.
Que sea mi vida la luz… la sal
Pero más allá de cualquier forma de humildad y modestia, Jesús quiere que seamos luz en el camino de nuestros hermanos y hermanas. Se nos ha concedido la luz de la fe para iluminar, para acompañar, para dar sentido al mundo. Se nos ha hecho sal de la tierra para darle gusto a las comidas, para darle a la vida humana sabor.
Tenemos vocación de luz misionera, de sal misionera. Salgamos de nuestra reclusión. Los discípulos y discípulas de Jesús no tenemos vocación de sacristía. Nuestro lugar son las plazas, las calles, los auditorios, las plataformas. Todos los dones por los cuales la gente nos quiere, nos admira, nos llama, son recursos de misión con los que cuenta el Espíritu Santo para llevar adelante el proyecto de Jesús y realizar la voluntad del Abbá. Por eso, cantemos aquella entrañable canción que hace tiempo aprendimos: ¡Que sea mi vida la luz, que sea mi vida la sal, sal que sale, luz que brille, sal y fuego es Jesús!