Domingo 16º del Tiempo Ordinario – Ciclo B

QUEDARNOS A SOLAS CON JESÚS

Hemos vivido y seguimos viviendo un tiempo muy convulso, que ha removido, cuestionado, eliminado, alterado, puesto en crisis o dejado en evidencia la fragilidad… en tantas cosas de nuestra vida: las relaciones familiares y sociales, la economía, la relación con la naturaleza, el papel de la ciencia y el de los políticos, la responsabilidad personal, la solidaridad, el sacrificio de muchos… Y también ha afectado a la vivencia y práctica de «la fe». Hemos perdido muchas vidas, la salud física y mental ha quedado perjudicada en bastantes casos, y los sentimientos de soledad, depresión, ansiedad, tristeza, desesperanza… se han multiplicado. No es necesario entrar en detalles y descripciones que todos conocemos de primera mano. Hemos andado bastante a tientas y a ciegas viviéndolo todo.

Por eso resulta tremendamente oportuna la invitación que hoy hace Jesús a los suyos de entonces y de hoy: «Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco». Quiere compartir, comentar, reflexionar y orar sobre lo que han vivido los apóstoles en su primer envío. Y a nosotros hoy darnos respiro, descansarnos, abrirnos a él, comentar juntos y buscar algún sentido a todo esto que nos está pasando.

Hay muchos modos de orar:

• Litúrgico/grupal (misas, liturgia de las horas, grupos de oración: carismáticos, Taizé, etc…)
• Rezos diversos (rosario, devociones, santos, oraciones escritas…)
• Pedir y dar gracias al final del día
• Lectura del Evangelio del día, apoyándose con algún comentario…, etc

Bastantes de ellos se han mantenido durante este tiempo «online». No a todos les ha servido o ayudado lo mismo. 

En general no nos hemos esforzado mucho en la Iglesia por enseñar a orar al estilo de Jesús, orar como oraba él. Una oración que conecte la fe/evangelio con la vida de cada día, que tenga en cuenta las distintas circunstancias personales: estados de ánimo, tiempo disponible, lugar en que uno se encuentra… Lo que se ha vivido y lo que se ve llegar, lo que hemos visto en la gente, las decisiones que hay que ir tomando…

¤ En el Evangelio de hoy encontramos algunas claves  para esa oración con/como Jesús. Los discípulos se reúnen él después de una intensa actividad apostólica, para contarle todo lo que han dicho y han hecho.  Es que al Señor le interesa lo que han vivido, y quiere escucharles. Pero además aún les queda mucho para asimilar las enseñanzas del Maestro, y no siempre les va a acompaña el éxito en sus tareas. Es decir: que «estar con Jesús a solas» (oración) significa no sólo «contarle» sino reposar, repasar y compartir con otros lo vivido, y con Jesús profundizar, revisar, corregir, interpretar las cosas a la luz de sus enseñanzas.

¤ Por ejemplo, podríamos preguntarnos:

+ Qué, a quién y cómo tengo que agradecer algo, qué he recibido de los demás, de Dios…; de qué estoy contento/satisfecho y por qué…
+ Qué, con quién tengo que corregir algo, pedir disculpas, cambiar; qué me ha dolido o me ha dejado tocado, y cómo quiero gestionar ese dolor.
+ Qué se me ha quedado sin hacer, o está por completar, y cómo y cuándo hacerlo…
+ De qué manera las enseñanzas de Jesús aportan, iluminan, dan sentido a todo lo que estoy y estamos viviendo, qué tendría que pedirle a Jesús,  ¿qué me parece que me diría el?…

¤ Pero estando con Jesús se presenta la gente, les interrumpen. Él observa a una multitud y se «compadece» de ella, es decir que se estremece profundamente, se siente conmovido, afectado por dentro por lo que percibe en los que le buscan. Podemos decir que la gente les «descentra» en el mejor sentido de la palabra. El Señor decide atenderlos porque estaban «como ovejas sin pastor». Es decir: que estando con Jesús (orando) aprendemos a mirar a la gente (no sólo a los nuestros, que también) de otra manera, comprometedora, dejándonos afectar, tocar por dentro… para intentar ofrecerles alguna respuesta. Así que la oración cuando es realmente con Jesús, y como la de Jesús nos ayuda a mirar a los demás de otro modo: con compasión o misericordia.

¤ Dice el Evangelio que: eran tantos los que iban y venían, muchos los vieron marcharse, Jesús vio una multitud. Uno piensa espontáneamente en nuestra propia Iglesia. Son «muchos» los que se han alejado de nosotros, por múltiples causas. También ha ocurrido durante la pandemia. Y son «muchos» los que todavía buscan. 

 Me voy haciendo cada vez más consciente de cuántos buscan a alguien que les escuche, los acompañe, les ayude a enfrentar sus problemas, a salir de sus atascos, a sentirse un poco comprendidos, estimulados, animados, sin ser juzgados, ni despachados con prisa… Y no tiene que ver mucho la edad, aunque yo los encuentro más a menudo entre los jóvenes y los mayores. Resumiendo: necesitan ser «acogidos». Es cada vez más frecuente que me digan: «¿no podemos hablar de todo esto más despacio, en otro lugar (fuera del confesonario, y desde luego no en un pasillo o en la sacristía)»? «¿Y no podríamos hablar esto juntos, mi pareja y yo con usted?». ¿Y no podría usted quedar algún día con mi hijo…?». Etcétera… Y yo procuro estar disponible, aceptar… pero no llega uno a tantos. Y otros «muchos», seguro, ni se atrevan a pedirlo. Es una tarea no sólo de los que somos pastores, pero también. Y me parece que cada vez es más necesario: ofrecerlo expresamente y pedirlo quienes lo echen en falta. 

 Pues aquí dejo dos tareas pendientes. Aprender y enseñar a orar/estar con Jesús, descansar en él. Y aprender a ser pastores unos de otros, acogernos y hacer que menos hermanos se nos alejen por no encontrar lo que necesitan. Que nos duela, nos afecte y cuestione su alejamiento para ofrecer humildemente alguna respuesta. O al menos que nos puedan «interrumpir» y nos inquieten (más) sus necesidades.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen de José María Morillo

DOMINGO 15 DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B.

SER CRISTIANO ES SER ENVIADO

               Al situarnos delante del Evangelio de hoy es fácil que bastantes corran el riesgo de considerar que «estas indicaciones» de Jesús van especialmente dirigidas para otros: los misioneros, los catequistas, los religiosos, o aquellos pocos laicos que echan una mano en «tareas pastorales». Pero ocurre que los evangelistas, al poner por escrito las palabras de Jesús, no tenían delante una Iglesia ni un cristianismo como el nuestro, con una historia y un reparto de tareas y vocaciones muy determinado. Y cambiable, por cierto. Ellos pensaban sencillamente en los «seguidores de Jesús», en los que iban aceptando la Buena Noticia del Reino. Es decir: que los destinatarios de sus escritos eran «globalmente» los hermanos en la fe. Todos.

               Los apóstoles, el grupo de los Doce, representan en los Evangelios lo que cualquier seguidor o discípulo de Jesús está llamado a ser y a vivir.  No todos del mismo modo, claro, según la llamada que el Maestro ha dirigido a cada uno.  Nos ha dicho hoy San Pablo: “Dios nos eligió en la persona de Cristo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos”. Es decir: que todo cristiano ha sido llamado en Jesús a ser hijo de Dios… Y también que todo cristiano ha sido destinado en Jesús a ser irreprochable en el amor… Esta es la vocación común, algo que nos concierne a todos: a ti y a mí y a cualquier bautizado. Dice el Papa Francisco : «Un bautizado que no sienta la necesidad de proclamar el Evangelio, de anunciar a Jesús, no es un buen cristiano». Por tanto: Santos, irreprochables en el amor, hijos. Esto de entrada. 

          Como Amós, no vale que le pongamos excusas: Es que «yo no soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos». Es que no tengo tiempo. Es que soy mayor. Es que soy joven. Es que no estoy preparado. «Es que»…. Porque tendremos que ser aquello que el Señor haya decidido, aunque nos parezca incómodo, difícil o poco apetecible.

            San Marcos nos ha contado un poco antes que Jesús eligió a doce apóstoles «para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar demonios».  Tendríamos aquí los elementos que definirían lo que es «ser cristiano/discípulo»: estar con él y ser enviados.

            Primero: ESTAR CON ÉL: La intimidad con el Maestro. Jesús ya no está ya físicamente con nosotros, como estaba entonces. «Estar con Jesús» significa tener una relación personal, de intimidad, de amistad, de cariño con él. Aceptar que él ha querido contar conmigo, que ha salido a buscarme, me ha llamado, me quiere y me necesita en el grupo de los suyos.

Concretando un poco más, estar con él supone:

– Escuchar sus enseñanzas. «Discípulo» significa literalmente «el que aprende de». Pero sus enseñanzas no son simplemente ideas, ni criterios éticos, ni opiniones, ni normas, ni dogmas… Son un estilo de vida. Los discípulos, estando con Jesús, tuvieron que ir cambiando su mentalidad, sus costumbres, sus valores, su manera de rezar y de entender a Dios, de relacionarse con los demás… Así: compartir, servir, perdonar, acoger al otro aunque sea distinto, ayudar a los pobres, ser limpios de corazón o trabajar por la justicia y la paz… empezaron a ser las claves de un nuevo modo de ser y estar juntos.

– Orar al estilo de Jesús: Era muy especial la oración de Jesús. Él encontraba a Dios a cada paso, en todas las cosas, especialmente en la vida de los hombres y en la suya propia. Todo eso se convertía en «materia» para hablar con Dios… y de todo lo que iba viviendo y haciendo hablaba con Dios. Continuamente acudía al Padre para preguntarle cuál era su voluntad, cómo tenía que hacer las cosas, como enfrentar las dificultades del camino. Porque se sentía«hijo amado» y enviado del Padre.

– Estar con Jesús es inseparable de «estar» con los compañeros de Jesús. Les dirá más adelante «vosotros sois mis amigos… si os amáis». Es decir: que ser discípulo es ser «hermano»; ser comunidad. Y es él quien elige a mis hermanos y compañeros. No tienen por qué caerme bien, ni pensar en todo como yo, ni ser de mi misma edad, ni un pequeño grupito con el que sentirme a gusto y hacer juntos alguna actividad pastoral o solidaria… La fe cristiana nunca es una especie de asunto privado entre Dios y yo, ni entre yo y un grupo de selectos con los que sintonizó . No hay fe cristiana en solitario ni en grupos aislados o encerrados. No hay cristiano sin comunidad fraterna. Y si tengo el gran regalo de tener una pequeña comunidad de hermanos… me tiene que servir y ayudar a compartir y apreciar a las demás comunidades. Porque la mía siempre será pequeña, limitada, incompleta. Los dones del Espíritu son siempre para el bien común. De todos.

        – SER ENVIADOS. Es decir: Compartir su proyecto de vida. A TODOS los que «están con él»… los va a enviar. No a unos sí y a otros no. No salen unos a la misión, mientras otros se quedan a hacerle compañía. Los envía de dos en dos, para que conste esta dimensión comunitaria del Evangelio, y también para que se ayuden en las inevitables dificultades que se irán encontrando por el camino. Van como «TESTIGOS» de lo que han aprendido y de cómo ellos mismos han cambiado como consecuencia de su  relación con Jesús. Esta será la tarea, la misión con las gentes.

Escribía el Papa Pablo VI:

“El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan; o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio… Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante el testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una palabra de santidad” (Pablo VI, EN, 41)

         Y el Papa Francisco:  «No somos testigos de una ideología, no somos testigos de una receta, o de una manera de hacer teología. No somos testigos de eso. Somos testigos del amor sanador y misericordioso de Jesús. Somos testigos de su actuar en la vida de nuestras comunidades«. 

          – El contenido de su mensaje es la «conversión». Literalmente significa «cambiar la mente» para abrirse a Dios, para acoger el mensaje del Evangelio, para empezar a ser «otros»… tal como los propios discípulos han experimentado. Pero no se trata sólo de palabras y discursos. También las obras: la lucha contra los «espíritus inmundos», contra los demonios, contra todas las fuerzas que reducen la dignidad de los hombres, contra todo lo que esclaviza, hace sufrir, despersonaliza, manipula o destruye al hombre. Jesús no les ha dado  «autoridad» sobre las personas, ni sobre sus conciencias, no tienen que imponerse, ni mandar… sólo tienen autoridad/poder para luchar a tope contra lo «inmundo». Si las gentes no les reciben, ni les escuchan… que se vayan a otro sitio. O sea: que el éxito no está garantizado y que habrá amenazas y rechazos. Bien lo sabe Jesús que acaba de ser expulsado de la sinagoga de su pueblo y rechazado por los suyos. 

          – Quedan puntos por meditar, claro: lo que tienen que llevar para el camino, dónde hay que ir,  los demonios… Pero nos quedarnos aquí: Se trata de hacernos todos más conscientes de que cada bautizado tiene una tarea que hacer. El día en que asumí mi condición de bautizado, acepté que el Señor me llama para estar con él y para ser enviado. A lo mejor todavía ando con mis rebaños y con mis higos… Hoy te dice el Señor: «ve y profetiza a mi pueblo». O como diría Jesús:  «Yo os envío: haced discípulos». Son las palabras finales de cada Eucaristía: «podéis ir en paz», con el pan, la Palabra, la paz y la fuerza del Espíritu que hemos recibido.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen José María Morillo

DECIMOCUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B.

¡QUÉ MAL NOS SIENTAN LOS PROFETAS!

          Rara vez ocurre en la Liturgia de los domingos que las tres lecturas tengan algo en común. Hoy la tienen: las tres nos hablan del «rechazo» del mensaje de Dios, y a la vez, del rechazo de sus intermediarios.

  • Ezequiel había sido deportado a Babilonia, junto con todos los judíos «útiles» o aprovechables para los intereses del Imperio. Allí escuchar una llamada de Dios que le manda dirigirse a un pueblo  «que tiene dura la cerviz y el corazón obstinado», un pueblo testarudo y rebelde. Ezequiel era hijo de un sacerdote del templo de Jerusalem y estaba orgulloso de pertenecer a una familia noble. El Señor se dirige a él llamándole «hijo de hombre», recordándole su humilde condición, es decir: que es alguien con defectos, debilidades, como también limitaciones psíquicas y mentales de las que ningún mortal está exento. Ezequiel tenía algo parecido a lo que hoy llamamos «trastorno bipolar», y pasaba de momentos de euforia a momentos de abatimiento, era propenso a la depresión y se encerraba, a veces, en prolongados mutismos. Hablaba bien, eso sí, y la gente corría a escucharlo.

          En cuanto a sus compatriotas deportados con él, no eran más pecadores que otros. Pero se dejaban seducir por falsas esperanzas, por quienes les ofrecían opciones fáciles, tentadoras y atractivas, pero que no conducían a la vida. Y aunque la misión de este profeta iba a fracasar, Dios le dice a Ezequiel: “Te hagan caso o no te hagan caso”… Es decir: El deseo de Dios es que no puedan reprocharle que ha callado o ha dejado abandonado a su pueblo en momentos difíciles… aunque no le hayan hecho caso.

Nos quedamos con estos dos aspectos: Un profeta frágil, una persona normal es llamada por Dios… y sus compatriotas testarudos que no le quieren hacer caso.

  • Por su parte, Pablo se dirige a la comunidad de Corinto, que tantos disgustos le dio. Algunos de tendencia tradicionalista o conservadora que habían llegado a la comunidad trataban de difamarlo, poniendo en cuestión su autoridad y su ministerio.  Sus adversarios llegados desde la Iglesia Madre de Jerusalem le reprochan sus modales tímidos y apocados, le lanzan venenosas insinuaciones respecto a cierta enfermedad o defecto. Pablo la llama «aguijón o espina en la carne», sin que sepamos concretar a qué se refiere, pero que le perjudicaba en su tarea pastoral. El caso es que los corintios se han puesto de parte de los visitantes/inspectores, rechazando las «novedades» que Pablo había introducido en el cristianismo. Querían que todo siguiera «como siempre», con las normas y leyes de siempre, con el culto como siempre. O sea. «Nada de cambios,  ni adaptaciones, ni de tomarse libertades». Él no es nadie para hacerlo.

          El Apóstol había pedido «tres veces» al Señor que le quitara aquel «aguijón». Pero sin resultados. Tendrá que asumirlo y, ayudado por la gracia de Dios, seguir adelante con su ministerio. Aquel «emisario de Satanás que le abofetea» le servirá a Pablo para no caer en el orgullo por sus éxitos misioneros, para reconocer su debilidad y, seguramente ser más comprensivo con las debilidades ajenas. Pero sobre todo para que su apostolado se centre en el Mensaje de Cristo, y no en el instrumento del mensaje que era él mismo. Cuanto más frágil sea el mensajero, más clara quedará la fuerza del Evangelio.

Destacamos también otros dos aspectos: la debilidad o fragilidad del apóstol… y el ataque y rechazo de sus propios hermanos en la fe, de «los de dentro».

  •  En cuanto a la experiencia de Jesús, nos la describe Marcos con palabras rotundas:  desconfían y se escandalizan de él, lo desprecian sus propios parientes y vecinos, y Jesús se extraña de su falta de fe. No nos detalla el evangelista el contenido de su enseñanza, pero poco antes nos ha explicado que en la sinagoga de Cafarnaúm había sido rechazado por los que le reprochaban saltarse la sagrada Ley del Sábado, y por cuestionar la sacrosanta división entre puros/impuros. Su manera de hablar de Dios no les entraba en sus cerradas cabezas. Además: ¿quién se ha creído éste que es para poner nuestras tradiciones y enseñanzas y prácticas religiosas en cuestión? ¡Si es uno más de nuestro pueblo, si le conocemos perfectamente a él y a su familia: no puede venir de parte de Dios! Capacidad de «asombro» ninguna, es demasiado normal, ni se molestan en atenderle. Jesús no encuentra en ellos ninguna disposición a la novedad, al cambio de planteamientos que él trae. «Falta de fe» lo llama Jesús. 

 Podemos sacar algunas CONCLUSIONES de las tres lecturas:

– Primero: Dios tiene el gusto y la costumbre de elegir personas frágiles para que sean sus portavoces.  Si el mensajero tiene limitaciones (siempre las tiene) hay que pasar por encima de ellas para prestar atención al mensaje.

– Segundo: la fragilidad, la falta de prestigio, incluso el riesgo probable de no tener éxito y no ser escuchado… no son nunca un motivo para que el profeta, el portavoz de Dios renuncie a su misión, o se calle. El bautismo nos ha hecho a todos «profetas, sacerdotes y reyes», y por lo tanto no podemos callar cuando tengamos que denunciar o defender algo en conciencia. O cuando haya que corregir a un hermano (esto no los pide expresamente el Evangelio como un deber muy serio).

– Tercero: el repetido peligro de que los principales opositores, enemigos y obstáculos a la creatividad del Espíritu sean o seamos «los de dentro», en virtud de que somos «alérgicos» a los cambios y a la novedad. Nos sentimos cómodos pensando que ya estamos en la verdad y que estamos en orden con Dios… y que no hay nada que adaptar, cambiar o renovar a fondo. El pasado y la tradición son un «escudo» contra la novedad de Dios. Y el frecuente argumento (?) de que «siempre ha sido así» o que hay que callar al que es distinto… no son realmente ningún argumento. Hay que ser fieles a la tradición, sí, pero también a los signos de los tiempos, a los hombres de hoy, a las nuevas necesidades y retos del mundo y de la Iglesia.

Qué bien lo decía nuestro poeta y premio nobel Juan Ramón Jiménez:

Lo querían matar los iguales porque era distinto.
Si veis un pájaro distinto, tiradlo;
si veis un monte distinto, caedlo;
si veis un camino distinto, cortadlo;
si veis una rosa distinta, deshojadla;
si veis un río distinto, cegadlo…
si veis un hombre distinto, matadlo.

Seguro que Jesús habría hecho suyos los últimos versos de su poema:

si te descubren los iguales,
huye a mí,
ven a mi ser, mi frente, mi corazón distinto.

Porque Dios es distinto. Y porque a su Hijo lo mataron los de dentro, los iguales. Pero en nuestra debilidad como profetas del Señor, no lo olvidemos, «nos basta su gracia» o su Espíritu que es lo mismo.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 

DECIMOTERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B

¿QUIÉN ME HA TOCADO?

Jesús iba camino de la casa de Jairo. Centenares de personas se apretujaban alrededor para poder oírlo. Casi no le dejaban avanzar. Es el típico y conocido barullo de la gente que quiere cotillear, curiosear, 

chismorrear. Muchos se acercaban a aquel “Maestro-Rabino” para luego poder contar que lo habían visto, o tocado. Es el acercamiento «superficial» que tantas veces se da entre nosotros mismos: nos acercamos, nos miramos, nos decimos algo, nos damos la mano o un abrazo pero no ha ocurrido un auténtico encuentro. Y también nos pasa con el Señor: nos reunimos en su nombre, le decimos lo que sea, oímos su Palabra, lo recibimos en la Eucaristía… pero nada o casi nada cambia en nosotros.

Un encuentro «auténtico» con un hermano o con el mismo Dios…  es aquel que produce en nosotros algo nuevo, algo bello, que nos hace crecer, que nos hace mejores, que nos cambia de alguna manera. No por estar juntos, ni por hacer cosas juntos, ni por estar en el mismo lugar… nos encontramos realmente. 

En esta escena, entre tantos que le rodean, le miran y le admiran, le oyen, le apretujan y le empujan… Entre tantos… realmente solo una persona se «encontró» realmente con Jesús. Sólo una mujer se le acercó silenciosamente, y por detrás le tocó el borde del manto. Había en ella mucha necesidad y mucha confianza. Llevaba años sufriendo por culpa de sus hemorragias. Iba cargada de humillaciones y de dolor por una enfermedad vergonzosa que la hacía despreciable para la gente: ¡impura!

Tenía prohibido participar en cualquier reunión. Nadie podía tocarla. Y también se volvía impuro todo lo que ella tocara. Incluidas las personas. Eso decían las normas sociales y las sagradas leyes religiosas escritas en la Biblia.  «Impura» significaba también que su enfermedad era una señal de su alejamiento de Dios. Es decir: que se consideraba una pecadora. ¡Doce años! sin recibir una caricia, un abrazo, un beso… (Qué bien la entendemos todos después de esta pandemia y sus «distancias» físicas). Había buscado la ayuda de especialistas inútilmente, hasta gastárselo todo y gastarse ella. Su último recurso era aquel Maestro de Nazareth que decían que hacía milagros.

           Se parece esta mujer a tantas personas que se sacrifican por otros, ponen sus bienes a disposición, siempre disponibles para lo que haga falta, ofrecen su tiempo… pero lo que inconscientemente y realmente andan buscando es reconocimiento, que les tengan en cuenta, que les hagan caso. Pretenden comprar lo que no se compra. Todos conocemos a personas que se nos acercan para contarnos achaques, problemas, complicaciones y desgracias… Siempre les pasa algo malo. Es su modo (inconsciente) de buscar nuestra atención, que les hagamos caso, aunque sólo sea un rato. No necesitan ayuda, ni consejos, ni… ¡Necesitan no sentirse tan solas!

Pero al final, pocas veces encuentran lo que necesitan, y se sienten vacías, usadas, agotadas, tristes… Ya no saben qué dar o qué hacer o qué contar para que alguien las atienda.

Cuando aquella mujer anónima alargó su mano para rozar el borde del manto del Señor, salió de ella toda una corriente de soledad, de impotencia, de vergüenza, de culpa… Pero para lograr alcanzar el borde de su manto, para abrirse paso, tuvo también que tocar a la gente, haciéndola impura.  Como también Jesús quedó «manchado» con su impureza. Se había saltado las normas religiosas que seguramente conocía muy bien. E intentó ocultarse en el silencio y entre la gente. El caso es que sus hemorragias se habían detenido.

¿Quién me ha tocado?”.

Jesús notó que allí había alguien «diferente», que se le había acercado de otra manera: con sinceridad, discretamente, sin molestar, sin interrumpir, pero con todas sus miserias, su dolor, su tristeza, su incomprensión. Sin palabras, sin pedir nada. Sólo un gesto de confianza (¡y atrevimiento!): tocarle. Y de él brotó un chorro de comprensión, de paz, de gracia, ¡de vida!

Jesús pregunta: «¿quién ha sido?». Busca a la persona: un rostro, una palabra para dialogar. Quiere que recobre también su dignidad personal, su autoestima, y no sólo la salud. No va con Jesús la «caridad anónima». 

Ella aún se escondía, tenía vergüenza, estaba asustada y temblorosa. Temía, con toda razón, que le reprocharan su atrevimiento por no respetar las leyes sagradas.

Pero lo que se encuentra en el Señor es ternura, acogida, respeto, comprensión, diálogo. La saca de su miedo, de su vergüenza, de su anonimato y de su exclusión de 12 años. Jesús la llama «hija», ¡nada menos!, declarándola familia de Dios,  y alabándola por su fe, por su confianza, aunque se haya saltados las normas religiosas. 

La persona y su dolor están por encima de cualquier regla religiosa o social. Y el Señor le dirige una palabra de ánimo: Vete en paz y con salud.

Comentaba el Papa Francisco: 

Él nos espera, nos espera siempre, no para resolvernos mágicamente los problemas, sino para fortalecernos en nuestros problemas. Jesús no nos quita los pesos de la vida, sino la angustia del corazón; no nos quita la cruz, sino que la lleva con nosotros. Y, con Él, todo peso se vuelve ligero (Cfr 30), porque Él es el descanso que buscamos. Cuando en la vida entra Jesús, llega la paz, aquella que permanece aún en las pruebas, en los sufrimientos. Vayamos a Jesús, démosle nuestro tiempo, encontrémoslo cada día en la oración, en un diálogo confiado y personal; familiaricemos con su Palabra, redescubramos sin miedo su perdón, saciémonos con su Pan de vida: nos sentiremos amados y nos sentiremos consolados por Él. (Julio ‘17)

Hoy, en esta Eucaristía, cuando extiendas tu mano para recibirle, tocarás al Señor. No sólo el borde de su manto. Sino a él en persona.

Ojalá que sientas que te restaura la vida, esa que a veces se te escapa a chorros o que te quitan otros. No importa si estás así desde hace muchos años. Él no va a reñirte, ya lo has visto. 

A Jesús le bastan la sinceridad y la confianza… y que seas un poco atrevido. Confía en ti mismo, y en él. Te hará mucho bien.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen de José María Morillo

DOMINGO DECIMOSEGUNDO DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B

EN MEDIO DE LA TEMPESTAD

El miedo llamó a mi puerta.
La fe fue a abrir.
No había nadie.  (M Luther King)

Se ve que a Jesús no le gustan las barcas paradas, amarradas. No tiene afición a los puertos. Ni a quedarse siempre en el mismo sitio. Le interesa la otra orilla (pagana), las periferias existenciales (Papa Francisco). Y empuja a sus discípulos al mar.

A nosotros se nos da bien «subirnos a la barca»:

Iniciamos un proyecto, una empresa, una relación de pareja, un camino de oración, una comunidad cristiana, unos estudios,  un programa de formación en la fe…

Pero con frecuencia nos quedamos amarrados en el puerto contemplando el mar, y las gaviotas, el cielo y el horizonte… O sí, tal vez nos montamos en la barca, pero dispuestos a dar un salto a tierra firme tan pronto como se agiten un poco las olas o nos dé el viento en la cara. 

Sin embargo, la palabra del Señor Jesús ha sonado hoy muy clara: ¡PASEMOS A LA OTRA ORILLA!

Nos sentimos tranquilos y seguros cuando creemos dominar la situación. Cuando conocemos la barca y la manejamos con soltura y seguridad. Y así procuramos apañarnos por nuestra cuenta, con nuestros propios recursos. Preferimos no tener que contar con nadie, no pedir ayuda. Tampoco al Señor…

Los discípulos, avezados pescadores del Lago, son los que manejan la barca. Ya han navegado muchas veces, «ya saben». Les da tranquilidad ver que hay otras barcas alrededor, haciendo lo mismo que ellos. Seguramente se sienten tranquilos porque llevan a Jesús a bordo.  «No vamos solos», se dicen. Y como no le necesitan (¡qué nos va a decir él!), el Maestro se despreocupa. Y se les queda dormido. Va con ellos en la barca. Pero… como si no fuera.

El caso es que en todo mar (en todo proyecto, en todo viaje…), siempre es posible la tormenta. Y se agitaron las olas, se oscureció el sol, el viento les sacudía… ¡también por dentro! Pero como hemos dejado que el Señor se duerma… ¡ahora no nos atrevemos a despertarlo!

El Señor suele embarcarse con nosotros, porque quiere llevarnos más lejos:

Cuando te casaste en la Iglesia, él aceptó estar a bordo. Cuando te bautizaste, te confirmaste, él se subió a bordo. 

Cuando comenzaste tus estudios o tu trabajo profesional… él quería viajar contigo.

Cada vez que le pides perdón y te reconoces pecador, le estás invitando a subirse de nuevo a bordo.

Cuando te reúnes con otros para construir la comunidad cristiana, él hace tiempo que está ya en cubierta. 

Cada vez que te acercas a él en la oración y le dices «aquí me tienes, ¿qué quieres de mí?» Pues quiere que vayas más allá de lo que te planteas.

Cuando quieres amar y servir con él y entregarte a fondo perdido, es porque él va a bordo.

Pero si no contamos con él, si no le preguntamos nada, si no cuenta en nuestros planes… Pues se quedará dormido

Y entonces, nerviosos y asustados le damos un grito: «Maestro. ¿No te importa que perezcamos?». ¿No te importa que nos vayamos a pique?

Hasta le echamos la culpa. La barca la llevábamos nosotros, nos habíamos olvidado de él, y ahora… 

¡Él tiene la culpa de que nos hayamos metido en la tormenta y de nuestro miedo! Haz algo, ¡calma la tormenta! ¿No fuiste tú quien nos mandó que fuéramos a la otra orilla? Si nos hubiéramos quedado en el muelle, seguros, sin arriesgarnos…

Para sorpresa de los discípulos, es él quien les reprocha: «Pero, vamos a ver: ¿No voy con vosotros en la barca? ¡Pues fíate!  ¿Por qué no confías? ¿Es que no tienes fe?» (Lo opuesto a la fe es… el miedo).

Algo que podemos aprender de esta escena evangélica es que tenerle en nuestra barca, no significa que estemos seguros «a pesar de la tempestad», 

sino que todo marcha bien ‘en medio’ de la borrasca, que sólo se llega a la otra orilla venciendo las borrascas.

Que no podemos quedarnos donde siempre, en lo seguro, en lo ya conocido…

Como nos ha dicho hoy San Pablo: «El que vive con Cristo, es una creatura nueva. «Lo viejo» ha pasado, ha llegado lo nuevo».

Tener fe, por tanto, no significa dar por hecho que él calmará todas las tormentas. Tener fe significa confiar en que en medio de la tormenta ÉL VA CONMIGO.

Tener fe es no tener miedo a hundirse, porque Él va a bordo. Cristo murió por todos, para que los que vivimos, ya no vivamos para nosotros mismos, sino para el que murió y resucitó por nosotros

Por eso, que no sea el miedo quien nos apremie: sino que nos apremie el amor de Cristo.

Tener fe no es esperar que él calme la tormenta (aunque algunas veces lo haga), sino ir fiados del Padre, y saber que la tormenta nos dará pericia, nos hará fuertes y podremos llegar a otro puerto al que Él nos conduce, a esa otra «orilla» que no conocemos, a esos que no son de los nuestros, a esas periferias que no le interesan a nadie… ¡Pero a él sí! y necesita (¡nosexige!) que vayamos con él.

Y al final de todas nuestras travesías tormentosas, él nos esperará «en la Otra Orilla»

A partir de un texto de Dolores Aleixandre
Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagenes de José María Morillo Jorge Cocco Santangelo

decimoprimer domingo del tiempo ordinario. Ciclo B

SEMILLAS QUE CRECEN

         Estas parábolas parecen haber sido presentadas por Jesús ante la sensación de la gente en general, y de los discípulos en particular, de que su misión no responde a las expectativas judías que se tenían con respecto a la llegada del Reino. Una decepción ante la lentitud, la «pobreza de medios», y la pequeñez o discreción de los resultados obtenidos hasta el momento. Como también reflejaría la sensación de desánimo de las primeras comunidades, una vez que Jesús ya no está físicamente con ellos. Es el propio «contenido» del Reino de Dios tal como lo entienden, lo que ha de ser «corregido». Y Jesús echa mano de algunas parábolas. Hoy reflexionamos sobre dos de ellas.

        § «Con el Reino de Dios «sucede» como le «sucede» a un hombre que echa semilla en tierra». El sembrador/hombre podría ser el mismo Jesús, tal como se presenta en otras parábolas. Pero también cualquiera de los discípulos empeñados en continuar la misión de Jesús. Lo primero que se señala es que se echa semilla «en la tierra». El hombre está hecho de tierra, de buena tierra, y ha recibido múltiples semillas. Dios nos ha sembrado, no sólo una vez, sino muchas, como hacen todos los sembradores. Las semillas nos hablan de vida. Hay muchas semillas de vida ya plantadas en mí, y otras que irán llegando y que darán fruto. Los evangelios están llenos de referencias a la vida: Jesús sana, es pan de vida, agua de vida, sacia el hambre de las multitudes, ofrece las claves de la felicidad (bienaventuranzas), multiplica los panes, rehabilita e integra en la comunidad, perdona, etc. La palabra que sale de mis labios no vuelve a mí sin producir efecto. (Isaías 55,10-11). La presencia del Reino en mí y en tantos otros.

Así que lo primero que han de saber sus discípulos es que su tarea principal es sembrar, no cosechar. No deben vivir pendientes de los resultados. No tienen que andar preocupados por la eficacia ni el éxito inmediato. Su atención se centrará en sembrar bien el Evangelio. Los colaboradores de Jesús han de ser sembradores. Nada más. Como dice José Ángel Buesa (1910-1982): 

Alza la mano y siembra, con un gesto impaciente,
en el surco, en el viento, en la arena, en el mar…
Sembrar, sembrar, sembrar, infatigablemente:
En mujer, surco o sueño, sembrar, sembrar, sembrar…
Hay que sembrar un árbol, una ansia, un sueño, un hijo.
Porque la vida es eso: ¡Sembrar, sembrar, sembrar!

        Por lo tanto, siembra, padre, siembra catequista, siembra profesor, siembra evangelizador, siembra sanitario, siembra cuidador, siembra, seas quien seas, con constancia y con esperanza, aunque tal vez te dé la sensación de que estás sembrando en el asfalto. A veces, cuando menos se espera, la semilla nace, crece y da fruto. Incluso puede ocurrir que no lleguemos a ver el tallo germinado de la semilla. No importa, Dios se encargará de hacer fecundo.

El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos, pero sin pretender ver resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria. Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca.»  (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 279).

            § En segundo lugar: LA ESPERANZA Y PACIENCIA. Probablemente lo más duro y necesario de un labrador sea la esperanza. Cuando se siembra es porque se espera la cosecha. Nadie siembra por sembrar, para pasar el rato. Se siembra para crear vida: Toda siembra supone que hay que saber esperar (esperanza) con calma y paciencia.  

          Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos.
(Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 279).

En cuanto a la PACIENCIA… pues este relato me parece sugerente. Y como tal os dejo que os sugiera su lectura, sin más comentario. 

EL JARDÍN DE SAPO

Rana estaba en su jardín. Se le acercó, de paso, Sapo.
– Rana, qué jardín más bonito tienes -le dijo.
– Sí -respondió Rana-. Es muy bonito, pero tengo que emplear mucho tiempo en cuidarlo.
-Me gustaría tener un jardín -dijo Sapo.
– Aquí tienes algunas semillas de flores. Siémbralas en tu campo, y pronto tendrás un jardín.
– ¿En cuánto tiempo? -preguntó sapo.
– Muy pronto -le respondió Rana.
Sapo corrió a casa, sembró las semillas y pensó: Ahora las semillas empezarán a crecer. Sapo se paseó arriba y abajo unas cuantas veces. Las semillas no empezaban a crecer. Pegó su cabeza a la tierra y dijo con fuerte voz: -¡Venga, semillas, comenzad a crecer!
Se agachó de nuevo hasta el suelo. Las semillas no empezaron a crecer. Sapo puso su cabeza más cerca todavía de la tierra y gritó: – ¡Ahora, semillas, empezad a crecer!
Rana pasaba por el sendero. -¿Qué es todo ese ruido? -preguntó.
– Mis semillas no crecen -se quejó Sapo.
– Naturalmente -dijo Rana-. Déjalas tranquilas durante unos días. Deja que el sol caiga sobre ellas y que reciban la lluvia. Pronto empezarán a crecer tus semillas. 
Aquella noche Sapo miró por la ventana.
– Caramba -dijo-. Mis semillas no han empezado a crecer. Deben tener miedo a la oscuridad.
Sapo se fue al jardín llevando unas cuantas velas.
– Les leeré un cuento -dijo-, y así perderán el miedo.
Sapo leyó un largo cuento a sus semillas. Al día siguiente les cantó unas cuantas canciones. Al otro día les leyó unos poemas. Al día siguiente les tocó unas piezas de música. 
Sapo miró la tierra. Las semillas seguían sin crecer.
– ¿Qué voy a hacer? ¡Deben ser las semillas más miedosas del mundo!
Entonces, Sapo se sintió muy cansado y se durmió.
– Sapo, Sapo -le dijo Rana-, despierta. ¡Mira el jardín!
Sapo miró su jardín. Unas pequeñas plantas verdes empezaban a asomar de la tierra.
– Al fin -gritó sapo-, ¡mis semillas han dejado de tener miedo a crecer!
– Ahora tú también tendrás un hermoso jardín -le dijo Rana.
– Sí -asintió Sapo, pero Rana, tenias razón. Ha sido un trabajo muy difícil. 
ARNOLD LOBEL

     § En tercer lugar: la opción por LO PEQUEÑO. La comunidad cristiana formada por Jesús es de origen muy humilde. Jesús inicia su obra, el pueblo de la Nueva Alianza, con un puñado de pescadores, hombres de pueblo sin poder, sin preparación y sin dinero. La primera comunidad de Jerusalem está compuesta por lo más humilde de la sociedad judía. Lo mismo sucede con las comunidades de Pablo: «Y si no, hermanos, fijaos a quiénes llamó Dios: a los ignorantes, a los plebeyos, a los débiles, a los que no cuentan» (1Cor 1, 26-29). Aquellos diminutos granos de mostaza llegarían a ser con el tiempo árboles con ramas suficientes para que se cobijaran personas de todo el imperio romano.

LAS PEQUEÑAS COSAS

Son cosas chiquitas.
No acaban con la pobreza,
no nos sacan del subdesarrollo,
no socializan los medios de producción y de cambio,
no expropian las cuevas de Alí Babá.
Pero quizá desencadenan la alegría de hacer,
y la traducen en actos.
Y, al fin y al cabo,
actuar sobre la realidad y cambiarla
aunque sea un poquito,
es la única manera de probar
que la realidad es transformable. (Eduardo Galeano)

                 En momentos cruciales de la vida, Dios puede pedirnos opciones y decisiones drásticas o difíciles. Pero lo más frecuente es que nos pida la siembra de pequeños gestos: un detalle de cordialidad hacia quien vive deprimido, una sonrisa acogedora a quien está solo, un gesto de simpatía o solidaridad hacia quien se siente abandonado o necesitado, la colaboración con un movimiento o grupo humanitario,  una afectuosa llamada de teléfono, una alabanza oportuna, una palabra de estímulo… Cuando nacen de lo hondo del corazón, son semillas del Reino que pueden dar mucho fruto, pueden producir estímulo, amistad, fe. Con pequeños esfuerzos se pueden dar grandes alegrías. «Si fuera sacerdote… si tuviera más tiempo… si tuviera autoridad… si estuviera más preparado»… Actuar sobre la realidad y cambiarla aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable. Es cuestión de hacer lo posible.

            El reino de Dios no necesita medios espectaculares, sino servidores/sembradores pobres e incondicionales. Jesús empezó sembrando su palabra, pero al final de su vida comprendió que tendría que sembrarse a sí mismo: Si el grano de trigo caído en tierra no muere, permanece él solo; en cambio, si muere, produce mucho fruto (Jn 12, 2-4).  

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen superior José María Morillo, e inferior de José Luis Cortés

CORPUS CHRISTI. CICLO B

UNA ALIANZA/PACTO DE SANGRE

          En el momento central de nuestras celebraciones eucarísticas, proclamamos: «este es el Sacramento de nuestra fe». Con un artículo determinado «el». Como si sólo hubiera un sacramento. No decimos «este es uno de los 7 sacramentos», ni siquiera  «este es el sacramento más importante». Y es que realmente, sólo tenemos un sacramento: Jesucristo-Eucaristía. Los otros… no son sino «derivaciones», variaciones, aplicaciones a distintos momentos de la vida de fe. Y sin embargo hay no pocos bautizados que dicen no necesitar este sacramento central de la fe. Y quienes se acercan a él principalmente si es «día de precepto», y no siempre. Muchos no sabrían explicar por qué es «importante» o «necesario»: tal vez ofrecan su testimonio de que se sienten bien al comulgar, que les ayuda a ser mejores, que les falta «algo» si no van a misa… Está bien… pero esto no ayuda gran cosa a los que preguntan «por qué debiera yo ir a la Eucaristía», «por qué es importante o necesario». Eso se queda corto. Tenemos que reconocer que hay una buena falta de formación bíblica, teológica y litúrgica (las tres) que ayude a valorar, disfrutar y aprovechar esto que Jesús nos dejó como Testamento de su vida. Como también evitar convertirlo en algo diferente a lo que Jesús pretendió.

Teniendo en cuenta las lecturas de hoy, me centro sólo en algunos aspectos:

         Comienzo por subrayar/recordar que en la Eucaristía hacemos «un pacto de sangre» con Dios. Las palabras «Pacto», «Alianza» (nueva) y «Testamento» son sinónimas. Precisamente dan nombre a cada una de las dos partes de la Biblia. Para comprender su importancia y alcance, necesitamos mirar al que fue el «Primer Testamento» (ahora se prefiere este nombre), o Antigua Alianza o Pacto.

       En el principio, Dios quiso elegir y constituir un pueblo y sellar con él un compromiso. En las culturas antiguas había dos formas de hacerlo: con un banquete y con sangre de animales. La iniciativa de Dios le llevó a fijarse en un grupo de gente que se encontraba en Egipto en estado «penoso» (esclavos, dispersos, sin identidad…) y empezó pidiéndoles que cenaran juntos, antes de emprender aquel largo Éxodo. Porque compartir la misma mesa supone empezar a crear «lazos» de amistad y comunión. Para los pueblos mediterráneos esto era y es muy significativo: a la gente que nos importa, la invitamos a comer; las personas de mayor confianza y cercanía comparten a menudo la misma mesa. Cuando queremos celebrar algo importante… comemos juntos. Y es que Dios pretendía, desde el principio, la convivencia, la unión, la cercanía, la amistad, la intimidad entre los que iban a formar su pueblo. 

         También ése fue un objetivo muy significativo  para Jesús que, con tantísima frecuencia, compartía la mesa con toda clase de personas, sin discriminaciones ni condiciones. Y se lo llegaron a reprochar: «éste come con pecadores». Les escandalizaba por lo que eso significaba: una oferta de amistad, cercanía, acogida, intimidad… a personas frecuentemente alejadas de Dios. Y lo hacía en el nombre de su Padre: era «parte» esencial de su mensaje universal y del verdadero rostro de Dios. Comía también a menudo con sus amigos más íntimos. Tanto, que el criterio de discernimiento para buscar el sustituto de Judas (y nos serviría como la primera definición de discípulo) es: «el que ha comido con Jesús». Precisamente su despedida y Testamento consistió en una Cena, en la que pidió a sus discípulos: sed uno, amaos, sabrán que sois de los míos por el amor que haya entre vosotros. Compartir la mesa, por tanto, DEBE estrechar los lazos entre nosotros… porque si no la vaciamos de sentido, no es lo que Jesús quiso. No podemos «privatizar» el Cuerpo de Cristo, pretendiendo comulgar con él… y excluyendo o ignorando a los que comparten con nosotros la misma mesa.  

        Después de la liberación de Egipto, llegaron al Sinaí, donde culminaría y se ratificaría un pacto/alianza o contrato. Lo resume esa frase repetida en las Escrituras: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios». Moisés presenta al pueblo las Palabras/Mandamientos  que ha escuchado a Dios, y que había puesto por escrito. El pueblo repite que «haremos lo que manda el Señor». Y luego viene un rito hecho a base de sangre de animales, por el que se sella un «pacto de sangre», para el cual toman sangre de animales que se derrama a la vez sobre un altar (Dios) y sobre el pueblo, expresando con este rito que ambos quedaban comprometidos de por vida (=sangre), y así se convertían en una nueva familia (consanguíneos) que se definía por hacer lo que les decía el Señor. Y el Señor, por su parte, se comprometía a estar siempre con ellos. (Primera lectura de hoy)

           Jesús reformulará esa Alianza. Primero: habrá solo un mandamiento (nuevo): amarnos como él nos amó. Considerará discípulos suyos a los que hagan lo que él manda: amar como él. Y se compromete a estar con ellos todos los días hasta el fin del mundo, se compromete a darles su propia vida, a hacerlos hermanos e hijos. Y esto lo hace por medio de un gesto: compartir el pan y beber la copa. Son  discípulos suyos los que comen su cuerpo y beben su copa. Y este pacto/Alianza lo sella Jesús con su propia sangre. Como signo de su fidelidad y de su amor incondicional él ofrece toda una vida (eso es la «sangre») entregada/derramada desde el amor. Y pide a sus discípulos:

– A partir de ahora vosotros -todos juntos, en comunión- vais a ser mi Cuerpo, haciéndome presente en el mundo cuando yo ya no esté.

– Vais a hacer de vuestra vida una entrega hasta el final, como mi propia entrega

– Recibir su Cuerpo y Sangre es irnos convirtiendo en el mismo Jesús para hacer lo mismo que él hizo,  en memoria suya. Hasta poder decir, como san Pablo, «ya no soy yo… es Cristo quien vive en mí».

       Por último: la sangre (nos lo recordaba la Carta a los Hebreos) tenía también un sentido de purificación/renovación cuando el pueblo quebrantaba su compromiso, su Alianza. Se repetía todos los años en la fiesta del «Yom Kippur». Jesús sustituye todos esos antiguos ritos y ofrece su vida, derrama su sangre «para el perdón de los pecados». Jesús muere en la cruz pidiendo el perdón al Padre para nosotros. De modo que ya no necesitamos más sangres de animales: la participación en el Sacramento de nuestra fe nos devuelve a la comunión con Dios tantas veces como la perdamos.  Es realmente el Sacramento del perdón para los pecadores. 

¿CONCLUSIONES?

– Recibir el Cuerpo de Cristo es aceptar su invitación y comprometernos a construir comunidad, a fortalecer lazos, a amar a los que Jesús elige sentar conmigo a su mesa

– Recibir el Cuerpo de Cristo es integrarse en el grupo de discípulos, aceptar ser Cuerpo vivo de Cristo y vida entregada en el amor cada día, sellando la Alianza que Jesús me ofrece con su sangre

– Recibir el Cuerpo de Cristo es estar dispuesto a «hacer» todo lo que el Señor nos ha dicho en la Liturgia de la Palabra, lo que encontramos en las Escrituras

– Recibir el Cuerpo de Cristo supone a menudo reconocer que hemos «fallado» en nuestra entrega a Dios a través de los hermanos, y necesitamos renovar nuestra Alianza y acoger la vida, el Espíritu, el Amor el perdón que Cristo nos ofreció durante toda su vida culminada en la muerte de Cruz

– Recibir el Cuerpo de Cristo es aceptar que Dios se pone en mis manos (de ahí la costumbre y el sentido de recibir la comunión en la mano, que durante los primeros 10 siglos fue ¡el único modo de comulgar!), y depende de mí, para que lo lleve conmigo, y le reparta y me reparta con él a cualquier hermano que  tenga hambre.

– Recibir el Cuerpo de Cristo no es un «premio» a los que son «buenos», a los que creen merecerlo… sino la ayuda que Cristo ofrece a sus discípulos débiles, pecadores, miedosos, traidores…porque bien sabe que «sin mí no podéis hacer nada». 

Y muchas más… Por hoy ya valen.

Que de verdad SEAMOS juntos el Cuerpo de Cristo, porque Cristo sigue teniendo tanto que hacer… con ayuda de los que somos miembros de su Cuerpo…

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. CICLO B.

EL «MISTERIO» DE LA TRINIDAD

«Sólo el Dios encontrado.
Ningún Dios enseñado puede ser verdadero,
ningún Dios enseñado.
Sólo el Dios encontrado
puede ser verdadero».
Charo Rodríguez, La luz de la niebla

 
      Hay que reconocer que para muchos cristianos eso de la Trinidad es un “rollo”. A veces lo dicen así de claro, dando por sentado que todas esas frases del Credo Nicenoconstantinopolitano son un “rollo”, aunque se repitan en muchas Misas, porque no las entienden, y no saben qué tienen que ver son su experiencia personal de fe.  ¿Tres sustancias en una esencia? ¿Tres personas en una sustancia? ¿Una naturaleza en tres personas? ¿Dos naturalezas en una sola persona? El valor que tienen nuestras definiciones y afirmaciones sobre Dios es sobre todo «sugerir», porque a Dios no podremos nunca “meterlo” dentro de una definición, por muy “ex cátedra” que sea. Estas formulaciones y otras parecidas les decían mucho a la Iglesia de Nicea o de Calcedonia… pero pueden haberse quedado vacías para nosotros después de tantos siglos y de tantos cambios. El lenguaje evoluciona muy deprisa. También nosotros tenemos no pocas dificultades para leer a Cervantes o a Santa Teresa en sus versiones originales, y sólo han pasado cinco siglos. Decía el Papa Francisco que «la misión es siempre la misma, pero el lenguaje para anunciar el Evangelio pide ser renovado con sabiduría pastoral». (Mayo 2015)
 
         Con una sorprendente comparación, no recuerdo quién, comentaba que las fórmulas dogmáticas de los concilios son como “albóndigas teológicas”: Bien picadas y calentitas, pueden resultar muy digestivas, apetitosas y alimenticias. Pero si, después de haber estado en el horno, se han quedado frías, pueden resultar incluso  indigestas, por muy buena carne que lleven. Y sería absurdo empeñarse en metérselas a la gente en la boca, por la simple razón de que, cuando fueron hechas  hicieron, estaban buenísimas.
 
         Es verdad que esas afirmaciones forman parte de una riquísima Tradición, y del esfuerzo de muchos pensadores por dar respuesta a las dificultades que se iban presentando a la fe… Y por eso no podemos deshacernos de ellas a la ligera. Pero hay que prestar atención a las dificultades, retos y necesidades de la fe que tiene HOY el hombre de la calle, y no menor cuidado merece el LENGUAJE, para que pueda ser significativo en este siglo XXI. Hoy muchos se preguntan cómo encontrar a Dios en la vida cotidiana, cuáles son los caminos de la oración, qué tiene que ver Dios con el problema del mal en el mundo, si el cristianismo es la única religión “verdadera”, cuáles son los valores que hoy tenemos que defender según nuestra fe, qué se puede o se debe cambiar en nuestros ritos y tradiciones litúrgicas, en el modo de comprenderse a sí misma la Iglesia, los dogmas, la moral… Mucha tela para una sencilla homilía, claro y para este humilde misionero.
 
Pero vamos a intentar decir algo comprensible sobre el «Misterio» de la Trinidad.
                 EL «MISTERIO» DE LA TRINIDAD. El primer sentido de “misterio” que nos viene a la cabeza es de algo incomprensible, ininteligible, jeroglífico, crucigrama sin solución, ¡tres en uno!… un rompecabezas. Pero claro, la Trinidad no quiere ser como un pasatiempo para ratos perdidos… Y sobre todo, no consta que Jesús, Mateo, Lucas o Pablo tuvieran afición a los acertijos. Ellos, al hablar de la Trinidad, estaban hablando de su experiencia vital.
           También decimos que “la persona es un misterio”. Es decir, que tiene una profundidad que nunca captamos del todo, que no se puede tocar, ver, clasificar, definir, encerrar…. Nos llega algo de ella por medio de su rostro y de su aspecto… pero eso sólo no es ella. Nos ayudará el contemplar sin prejuicios su comportamiento, sus actitudes, sus ideas… Y si amamos a esa persona, todavía captamos muchos más aspectos que se escapan a los demás: quien más te quiere es quien mejor te conoce… De lejos no conocemos realmente a nadie. Y nunca conocemos a nadie del todo. 
           Pues para poder decir algo sobre Dios y su misterio, es necesario tener una mínima experiencia personal de él. Porque si no, convertimos a Dios en ideas, especulaciones, discusiones, discursos, normas… y no en una persona (mejor dicho, tres). Primero hay que haber “olido” a Dios: 
 
Discutía un grupo de alumnos en qué consistía exactamente eso del ‘Dios Trinidad’. Cuando llegó el maestro, todos se abalanzaron sobre él, pidiéndole explicaciones. Él les dijo: ¿Quién de vosotros ha sentido alguna vez el aroma de una rosa? “Todos”, le contestaron al unísono. Y de nuevo preguntó: ¿Quién de vosotros puede describírnosla?
       

  Decir que “la Trinidad es un Misterio” es afirmar que nos desborda; que algo de Él comprendemos porque nos hemos cruzado con Él, hemos notado su rastro, hemos sentido su aroma. Intuimos que en Dios hay tanta riqueza de vida, tanta creatividad y originalidad… que ni en toda la eternidad podremos abarcarlo del todo.
Escribía el Papa Benedicto: “La doctrina de la Trinidad no pretende haber comprendido a Dios. Es expresión de los límites, gesto reprimido que indica algo más allá”. Y también:  “Todo intento de aprehender a Dios en conceptos humanos lleva al absurdo. En rigor, sólo podemos hablar de Él cuando renunciamos a comprenderlo y lo dejamos tranquilo”.
          Por eso debemos poner mucho cuidado con tantas “imágenes falsas de Dios”, deformaciones que hacemos, consciente o inconscientemente. Y debemos poner cuidado porque nuestra manera de entender y relacionarnos con Dios, condiciona y afecta a nuestro modo de situarnos en la vida y de vivir la fe. Dime cómo es tu Dios y te diré cómo te relacionas con él y cómo te comportas con los otros, y en la vida.
 
           Yo no sé explicar o definir lo que es el amor o la amistad. Pero sí sé decir cuándo los siento y cuándo los recibo, o lo que me pasa cuando no están. Y eso es lo más importante. Yo no sé explicar lo que es el silencio, pero sí sé decir cómo me siento cuando me recojo y me escucho, y cómo me va en la vida cuando me falta. Y así tantas cosas importantes de mi vida: la alegría, la ternura, la comprensión, vivir con sentido, la belleza… y también Dios.
 
        Por dar unas pinceladas. Para mí, si Dios es Padre... quiere decir que yo soy hijo, que tengo quien me ama sin condiciones, que me quiere entrañablemente y que hace todo lo posible para que sea feliz.  Que de él vengo y hacia él voy. Que por mis venas corre su ADN divino.
           Si Dios es Hijo… quiere decir que yo valgo mucho, porque él quiso ser como yo. Y que me enseña que sobre todo soy «hermano». Que mi tarea en la vida es construir fraternidad y comunidad. Que puedo y debo pasar por el mundo dándome, haciendo el bien, luchando contra cualquier injusticia o sufrimiento que afecte al ser humano.
          Y si Dios es Espíritu Santo, me sé consagrado, perteneciente a Dios, portador de Dios… para hacerle presente donde quiera que voy, y haga lo que haga. Que estoy habitado, acompañado, fortalecido y animado por una presencia amorosa, de modo que puedo ser libremente instrumento de su amor, manos suyas, ojos suyos, pasos suyos, misericordia suya….
 
          Por eso, en esta fiesta, yo recibo hoy la invitación a ser “buscador” de Dios. Primero con el corazón, con la experiencia. Y luego también con la cabeza. Ambas necesarias. A irlo conociendo cada día un poco más. Sabiendo -y esto es muy importante- que si Dios es Trinidad (comunión de personas), para poder conocerle, para encontrarle un poco, tendré que caminar acompañado de otros hermanos, compartiendo fe y vida. Los otros son camino hacia el Dios Trinidad. Juntos podremos rastrear mejor sus múltiples huellas en el Universo, en el hombre y en el interior de cada uno.
Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
Imagen de José María Morillo y «Trinidad», de Juan de Anchieta (Jaca)

DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B

EL RETO DE ACERCARSE Y TOCAR

Þ «Un leproso se acercó a Jesús». 

      Ya sabemos que en el tiempo de Jesús (y antes) ser leproso suponía ser un excluido, alguien que no tenía derechos ni podía estar donde estaba la gente; debían mantenerse fuera de las ciudades, y por supuesto fuera de «la ciudad» (Jerusalem con su Santo Templo). Un «descartado» como suel decir al Papa Francisco. Carecían de cualquier contacto humano: ni caricias, ni abrazos, ni gestos de cariño o de cercanía… Seguramente ahora que casi no podemos tocarnos, ni abrazarnos, ni darnos un beso… los comprendemos mucho mejor. Especialmente tantas personas mayores encerradas en casa, la mayoría sin acceso a las nuevas tecnologías. Pero también muchos jóvenes, para los que tan necesario es el contacto social y personal. Este virus nos ha aislado, nos ha encerrado, nos ha hecho cogerle miedo a los otros… que se convierten en una amenaza, incluso los más queridos y cercanos.

    Aquellos leprosos ninguna ayuda recibían (más allá de alguna limosna) para sobrellevar su desgracia: una inmensa soledad. Tenían que avisar de su presencia, dando voces, o con alguna campanilla, para que todos se apartaran a su paso y pudieran ponerse «a salvo». Habían dejado de ser tratados como «personas».

    También tenían vetada su relación con Dios, estaban «dejados de su mano», ya que esa  enfermedad de la piel (se llamaba «lepra» a muchas infecciones que no eran realmente lepra) se considerada un signo de la corrupción interior, del pecado, un castigo divino. Y así es como se siente este leproso que se atreve a acercarse a Jesús: sucio, necesitado de ser limpiado. La religión no quería saber nada de ellos, los mantenía al margen. Esto es lo que enseñaba la Sinagoga, la ley de Dios. Ya no se trataba sólo de un «cuidado» o prevención por riesgos de salud. Era una condena en toda regla. 

          ¿No ocurre algo parecido también hoy cuando se hace sentir culpable a las víctimas de algunas desgracias, o se «justifica» que estén en esa situación: «es que es un borracho, o un vago», es que ha mantenido prácticas sexuales prohibidas… y ha cogido el SIDA…. Aquí en Madrid conocemos bien la situación de La Cañada Real, un barrio construido a base de chatarra, donde vive gente en extrema pobreza… y que se ha quedado sin luz en estos tiempos de pandemia y de frío y nieve. Quienes tienen la responsabilidad de encontrar una solución les reprochan que algunos viven de las drogas, o que no han aceptado los ofrecimientos para «dejar sus casas» y trasladarse a algún pabellón… O sea: que ellos tienen la culpa de su situación. La Iglesia y algunos voluntarios son los únicos que se han acercado, han levando la voz, han ayudado lo que han podido. Menos mal.

    Algunas víctimas de abusos han descrito cómo les hicieron sentir avergonzadas y culpables por parte de sus maltratadores, etc.

     No es tan infrecuente hoy que, en el plano personal, social e incluso religioso, nos apartemos de ciertos individuos (¡personas e hijos de Dios!) porque nos resultan incómodos, porque no están en «orden» con la ley de Dios (o de la Iglesia), porque es arriesgado tener contacto con ellos, porque están sucios, porque nos pueden meter en problemas, por su condición sexual o por su color/nacionalidad, porque este asunto les compete a otros, porque…. Me resulta tan doloroso y sorprendente enterarme de que se están dando casos de personal sanitario y cuidadores que han recibido amenazas, insultos, daños materiales, invitaciones a «marcharse a otro sitio» y desprecio… por estar trabajando en hospitales y centros de salud. Ellos se juegan la vida por nosotros… y algunos los tratan ¡como a leprosos!

      Si nos reconocemos creyentes, estamos mostrando con ese tipo de hechos y actitudes en qué Dios creemos realmente: un Dios excluyente, marginador, que condena, que los abandona a su suerte, que no merecen su amor… Y claro, tampoco el nuestro. 

     Sin embargo, este leproso no soportaba seguir así, y por sí mismo no tenía nada que hacer. Pero intuye que Jesús sí que puede hacer algo por él… Total ¡que se salta todas las normas religiosas (la Ley) y sociales, para acercarse a él y solicitar su ayuda! No sólo eso, sino que compromete a Jesús: pues el que entra en contacto con un leproso (al margen de que pueda contagiarse), queda a su vez también «impuro». «Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios»… como antes el leproso,

     Þ  Jesús, sin embargo, no se enfada, ni le riñe, ni se aparta de él. Y lo primero que hace es extender la mano y «tocarle». Empieza por restablecer el contacto humano. Primero físico, y luego de palabra. «Quiero». 

+ Quiero que no percibas a Dios como alguien que te excluye ni te deja solo. 
+ Quiero que sepas que el Reino también es para ti. 
+ Quiero que te veas con derecho a formar parte de la comunidad humana, con tu enfermedad y tu pecado. 
+ Quiero que les conste a los sacerdotes que el proyecto y la voluntad de Dios es sanar, acoger, incorporar, incluir. 
+ Quiero que la Ley de Dios (= Dios) deje de usarse como instrumento de marginación. 
+  Quiero, al tocarte y hablar contigo, que te reconozcas como persona, y quedes sanado por dentro y por fuera. 
+ Quiero tocarte… aunque eso conlleve quedar yo «tocado», excluido, manchado, «impuro» y ya no pueda entrar abiertamente en ningún pueblo… 

     Þ Acercarse a los que están mal, a los que lo pasan mal, a los que no se valoran a sí mismos, a los que están «corrompidos» por dentro o por fuera, aun a riesgo de que nuestro prestigio, nuestra salud, nuestras ventajas… queden «tocadas»… es tarea de los discípulos de Jesús, de la Iglesia entera. Ir a los que no tienen papeles, a los que están desahuciados, a los parados de larga duración, a los que no tienen preparación para conseguir trabajo, o no tienen salud, o no viven conforme a la moral cristiana, o les faltan los «papeles», o…

      Dice Marcos que Jesús sintió «compasión», esto es, que su dolorosa situación le afectó, le tocó por dentro.  Recuerdo unas palabras del Papa Francisco :

¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, «inició y completa nuestra fe» (Hb 12,2).

Encíclica «Lumen fidei / La Luz de la fe», § 56-57

Y en otro lugar escribió: 

«A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo.» (Evangelii Gaudium, 270).

      Este Evangelio es una invitación a mancharnos, a conocer de primera mano el dolor y la frustración de tantos. Quizá muchos ya no se nos acerquen, o quizá sí: Pero de una manera o de otra, nos están diciendo: «Si quieres… puedes limpiarme». Tal vez no podamos realmente limpiarle, pero que cuenten con una presencia que acompaña, con una lámpara que les ayude a caminar.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
Imágenes de José María Morillo Agustín de la Torre

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B

UNA ENFERMA EN CASA

    No sólo en la sinagoga de la que acaba de salir, se encuentra Jesús con personas que sufren, que están «limitadas» en su actividad y en su libertad. Resulta que también «en casa» (en la de Pedro) hay dolor. Da la impresión de que los discípulos, tan pendientes de atender a las gentes de los caminos… se hubieran «olvidado» de la suegra enferma… pero al llegar a casa se lo comunican a Jesús «inmediatamente».

    Puede resultarnos curioso, que habiendo visto los discípulos algunas de las espectaculares curaciones del Maestro, no se les ocurriera mencionar a la suegra. Marcos no ha recogido cuál era la enfermedad, ni cómo estaba de grave. Pero en todo caso había tenido que meterse en la cama.

     Pero este «descuido» es más habitual de lo que parece: no nos damos cuenta o no prestamos atención al estado de las personas que tenemos más cerca: la fiebre, el dolor y la postración, el desánimo, el cansancio, tantos malestares… También es frecuente que, aun sabiéndolo, no lo tengamos muy en cuenta y demos por hecho que tienen que comportarse como si estuvieran estupendamente, que colaboren, que estén de buen humor, que no molesten más que lo justo… En vez de comprender y disculpar su malgenio, su poca disposición a colaborar, sus nervios, su empeño en que estemos continuamente pendientes de ellos… perdemos la paciencia, les decimos cuatro cosas, nos pueden las malas formas… y sin embargo tal vez andemos ocupados y pendientes en atender y hacer «fuera de casa» tantas obras buenas por otros que también lo pueden necesitar.

   Afortunadamente para ella (tampoco nos ha quedado su nombre), Jesús es invitado a la casa de Simón y Andrés, y casi como aprovechando las circunstancias, le ponen al tanto de la enferma: le hablaron de ella.  No le piden expresamente nada: sólo le hablan, le informan que está mala en la cama con fiebre. Con todo, están expresando su confianza con el Maestro. Me hace darme cuenta (de nuevo) de cuántas palabras sobran en nuestras oraciones, diciéndole a Dios lo que tendría que hacer. En la sinagoga (recordemos la escena del Evangelio del domingo pasado) había mandado callar al poseso de manera tajante: «¡Cállate!». Y en el pasaje de hoy se dice que a los demonios «no les permitía hablar». Palabras, demasiadas palabras. Me viene a la cabeza aquello que explicaba Jesús a propósito de la oración: «cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos». ¡Como los paganos! Podría haber dicho también «no seáis charlatanes, como los demonios».  También lo advertía hace 24 siglos el Qohélet: «Cuando presentes un asunto a Dios, no te precipites a hablar, ni tu corazón se apresure a pronunciar una palabra ante Dios. Dios está en el cielo, pero tú en la tierra: sean, por tanto, pocas tus palabras» (Qo 5, 1). He leído, no recuerdo dónde, unas palabras de una carmelita descalza: «En la oración dad el corazón a Dios, en vez de tantas palabras».      Pues bien, a los discípulos les bastó con «hablarle de ella». Y lo dejaron todo en manos de Jesús. 

La enferma en casa    También lo que decimos respecto a la oración es aplicable al trato con los enfermos. A menudo nos llenamos de palabrería: «Verás cómo te curas enseguida». «Yo tengo un conocido que tuvo lo mismo que tú, y salió adelante». «Tienes que tener paciencia y hacer caso a los médicos» (como si el pobre enfermo no estuviera dispuesto a hacerles caso). «Si yo estuviera en tu lugar…» (cosa del todo imposible porque nadie puede estar en el lugar de otro). Incluso: «no te quejes tanto», «ten más paciencia», o «no es para tanto», o… 

     Es verdad que estas cosas se dicen con cariño, buena intención, y pretenden ayudar, pero… seguramente sería más adecuado el silencio. «Jesús se acercó y la cogió de la mano». Sencillamente. Es una buena enseñanza para cualquier cuidador o enfermero, o para los que sabemos de alguien que está «en cama». Acercarse. Físicamente, procurar ir, estar, acompañar al enfermo. Es un gesto de cariño que vale más que mil palabras. No es lo mismo que una llamadita, o que preguntar a quien sea cómo está. Acercarse. Y tomar de la mano. Es otro gesto importante. Cuando uno está pasándolo mal, cuánto ayuda que te den la mano, o un beso en la frente, o un abrazo en silencio. Las caricias, la ternura, las muestras de cariño nunca sobran. Especialmente (pero no únicamente) cuando se trata de personas mayores.

    Es verdad que ahora lo de dar la mano, tocar, dar un beso, una caricia… son «cosas prohibidas». Pero como alguien ha dicho por las redes: «Cuando no podemos abrazar a las personas que amamos, siempre podemos quererlas abrazándolas con una oración. Orar por los demás es una manera especial de amarlos y sentirnos unidos a ellos». 

    El hecho de que Marcos nos diga que la suegra de Pedro está «en la cama con fiebre» indica que no puede  -como era propio de la mujer judía- servir, atender, acoger, dar la bienvenida a los huéspedes… Sin embargo, en cuanto se le pasó la fiebre, se puso a servirles. Parece como si el evangelista sugiriera que la falta de atención, de acogida, de servicio… fueran síntomas de que hay una enfermedad, de que algo no va bien, que hay algo que sanar. Y es cierto, porque cuando uno no anda bien física o espiritualmente, se centra en sí mismo, se encierra, incluso hasta puede volverse exigente y egoísta con los demás… pero no «sirve», difícilmente es capaz de estar pendiente de los demás.

     En esta sociedad nuestra, y en nuestra propia Iglesia, en nuestras familias (en casa) y comunidades religiosas, me parece a mí que el «servicio», la «atención», la «acogida» no son asuntos de los que nos revisemos suficientemente, como tampoco valoramos y agradecemos a quienes lo hacen… hasta que un día dejan de hacerlo por el motivo que sea y nos damos cuenta del inmenso bien callado que estaban haciendo. Quizá Simón y Andrés se «acordaron» de la suegra enferma, al entrar en casa… y no ser atendidos como era «normal». 

    Hacer que el otro se sienta bien cuando se acerca a nosotros, atenderle, aceptarle, acogerle… es una importante clave espiritual, evangélica y evangelizadora. La «acogida» debiera ser un aspecto muy cuidado en nuestras parroquias: el lugar donde se recibe (¡ay Dios mío, algunos despachos, y salas de reuniones…, qué poco acogedores!), gente entrando y saliendo, interrupciones de todo tipo… Pero también el talante personal, las palabras y actitudes adecuadas…

     Un buen deseo, para concluir estas sencillas reflexiones: Que quien se encuentre conmigo, aunque sea por breve tiempo, se marche, cuando menos, mejor que cuando llegó, como proponía Madre Teresa de Calcuta. Que se sienta saludado, acogido, escuchado, atendido, animado… 

    Y mejor aún si se siente «sanado», comprendido. Porque -siguiendo el ejemplo de Jesús- se trata de «tocar» su inquietud, su corazón herido, su necesidad, se trata de «tomarle de la mano», y -¡ojalá!- de ayudarle a «levantarse» y ponerse a su vez a servir.

    Nos queda para otra ocasión el fijarnos en la «oración» de Jesús en este cuadro de ajetreos, demonios, curaciones, palabras y silencios… que le llevó a irse a otra parte.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
Imagen de José María Morillo