DOMINGO 17. TIEMPO ORDINARIO. CICLO B

LA MEDICINA DE LA INMORTALIDAD (Jn 6, 1-5)

Dividiré esta homilía en tres partes:

  • El pan de la vida
  • El fármaco de la inmortalidad
  • ¡Misterio de la fe!

El pan de la vida

Fue la solución posible y y más digna. Jesús hizo de “lo poco” alimento para “todos”. Convirtió el pan de esta tierra, que pronto se endurece y se vuelve inservible en “pan de la vida”, en “el pan nuestro de cada día” que el Padre concede a sus hijos e hijas y que lleva el sello -la marca- del cielo.

Tanto en la multiplicación de los panes, como en la última Cena -¡dos relatos que nos hablan de lo mismo!- Jesús se sirve del pan de la tierra, del pan elaborado por las manos del ser humano. El pan es “transustanciado” (¡así lo ha expresado nuestra madre iglesia en su tradición!), se convierte en una realidad trascendente. Lo que tiene límites, se vuelve ilimitado; aquello que está localizado, se vuelve capaz de omni-presencia, lo que sólo alimenta el cuerpo es capaz de producir una revolución vital, es decir, “la resurrección de los muertos”. 

Fármaco de inmortalidad

San Ignacio de Antioquía llamó al pan eucarístico “fármaco o medicina de la inmortalidad”. Muchos han buscado la pócima de la eterna juventud. El hecho es que nuestro cuerpo se deteriora, enferma, envejece y muere. “Los sueños, sueños son”. ¿Será el pan de la vida, el pan eucarístico, un sueño? ¿Será un signo simplemente de un deseo irrealizable de inmortalidad? ¿Hablaría Ignacio de Antioquía simplemente en clave poética?

La medicina de la inmortalidad, que recibimos cuando comulgamos, produce efecto a la larga. Es una medicina que transformará nuestras muertes en resurrección, la separación en misteriosa de comunión. Si tocando sólo la orla del manto de Jesús la hemorroísa quedó curada, ¿qué no podrá sucedernos si comulgamos el mismo cuerpo del Señor?

¡Misterio de la fe!

Aquella masa anónima de gente a la que Jesús alimentó era “ovejas sin pastor” que recibió el pan, tocado por la mano de Dios y de Jesús. Este pan reanimó sus sueños: desearon hacer a Jesús su Rey y Pastor definitivo; se sintieron con Él pueblo de Dios.

Y ¿cuál es nuestra reacción al comulgar? Comulgar por rutina, sin ansia y sin hambre, desactiva el Misterio y el Milagro. Sin embargo, la Iglesia nos propone asumir la actitud del Centurión romano y nos invita a decir: “¡Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa… pero dí una sola palabra y mi alma quedará sana! ¡Acontecerá el Milagro! 

Conclusión

En los próximos domingos la Iglesia nos ofrecerá una larga catequesis eucarística de Jesús. No basta comulgar. Es necesario descubrir el Misterio que cada Eucaristía encierra. 

José Cristo Rey García Paredes, CMF

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